Los últimos acontecimientos parecen mostrar que la capa que sostiene el andamiaje político-institucional es más corrosible de lo que se pensaba, y lo que queda claro -esto también vale para Chile- es que, si no se cuidan los procedimientos e instituciones democráticas, se pueden desfondar rápidamente.
Llegó el COVID-19, tropiezo que repentinamente nos sacó de nuestro hedonismo, recordándonos nuestra condición de animales que, si bien racionales (o eso dicen), seguimos sometidos a nuestro medio natural y a nuestra propia finitud.
La lógica debiera dictar que la redacción de un texto constitucional, que nos regirá por los próximos 30, 40 o 50 años y que no abarca materias de fácil digestión, debiera tener una alta dosis intelectual y experiencia, “calle” que le llaman ahora, de manera de que se basen en el conocimiento profundo y no en “tincadas”, eslóganes o percepciones superfluas.