Basta retroceder en el tiempo un par de décadas para imaginar una crisis de estas características sin internet, solo conectados por teléfono (a veces el de la vecina), aislados del mundo y unidos tan solo por una llamada telefónica, un telegrama o una carta.
Un virus ha puesto de cabeza al mundo. Nuestras mejores mentes buscan en laboratorios de todo el planeta una forma de derrotar a este enemigo poderoso y elusivo, que nos ataca con crueldad y se defiende victorioso de todo tratamiento. Un objeto increíblemente diminuto, que no solo no posee inteligencia ni voluntad. Ni siquiera –estrictamente hablando– posee vida.
Casi todas las empresas han adoptado diversas medidas preventivas contra el coronavirus, desde desinfecciones recurrentes hasta el teletrabajo, pasando por el distanciamiento entre colaboradores. Sin embargo, la prevención tiene limitaciones pues el teletrabajo, por ejemplo, no sirve para mantener funcionando instalaciones que requieren personal in situ.
La clave para afrontar lo que vivimos, como nos están enseñando los numerosos equipos hospitalarios y de los propios servicios de salud, está en centrarnos en el nivel de liderazgo intermedio.
Para salir de esta crisis, debemos al menos revalorizar las instituciones internacionales. Requerimos de organismos fuertes y con capacidad real de acción autónoma en relación con los estados y los propios ciclos de la economía.