Las excentricidades del proceso constituyente y el plebiscito de salida terminaron de enterrar la línea divisoria impuesta por el plebiscito de 1988. Y lo que viene ahora es la consolidación de este nuevo ordenamiento, un reacomodo donde los desacuerdos sobre el futuro tenderán a ser cada vez más relevantes que los definidos por el pasado.
¿Tendrán el Presidente Boric y las fuerzas políticas de gobierno la convicción de que deben pagar el precio que todo esto involucra? ¿Hay otra alternativa? Ojalá este solo fuera un problema de borrar tuits y cambiar de opinión.
¿Podrá el Presidente Boric mantenerse al margen de esta tensión y administrarla sin grandes quiebres por tres años y medio? ¿Será posible mantener equilibrios mínimos en un gobierno sin programa y cruzado por dos coaliciones con intereses divergentes?
Aquí nadie puede extrañarse si las ciudades arden, si el Estado de Derecho y el orden público están en el suelo, si un porcentaje enorme de gente usa el transporte sin pagar y miles se organizan para ir a un recital sin entradas. Porque todo ello es un mínimo compensatorio, apenas un destello de dignidad frente a las pavorosas secuelas del Chile actual.
Para que sea viable, esas mayorías deberán mostrar la disposición y generosidad suficiente para construir acuerdos, incorporando las convicciones de sus adversarios. Porque, de otra manera, simplemente no habrá nueva Constitución.
En rigor, el gobierno no pasa de una autodenigración cuando sale ahora a reiterar disculpas al embajador y al Estado de Israel, porque nadie duda de que el Presidente Boric, aun advertido de los riesgos de su gesto, hizo exactamente lo que quería.
Casi, como para creer que en algún lugar de su inconsciente que la izquierda no quería ganar, sino que necesitaba perder; porque era la única manera de seguir siendo la que siempre ha sido, luchando contra sus fantasmas y sus traumas, reivindicando sus derrotas.
El camino para recomponer la convivencia será difícil. Chile tiene hoy una nueva oportunidad para gestar un genuino compromiso constitucional. Pero es un camino no asegurado.
Más allá del resultado que emane de las urnas, son los partidos políticos y la representación que ellos tienen en el Congreso, quienes deberán hacerse cargo de reformar un texto que hasta sus partidarios reconocen defectuoso, o de reiniciar el proceso constituyente, tratando esta vez de representar mejor lo que la sociedad chilena es y ha sido desde hace mucho tiempo.
Del pasado y de las convicciones no se puede escapar por simple oportunismo; es algo que la detención de Héctor Llaitul vino a recordarnos esta semana.
El proceso constituyente es hoy el espejo trizado en que nos contemplamos como sociedad, y el reflejo que emerja de él en el plebiscito será decisivo para lo que viene. Nada muy estimulante. Apenas la posibilidad de encontrar una luz de esperanza al final del túnel.
La propuesta emanada de la Convención es integralmente indefendible, exhibe fallas de origen que obligan a mostrar una disposición transformadora antes de su eventual entrada en vigencia.