Hoy este espacio vacío, esta estatua ya inexistente, rinde tributo a mucho del Chile que se fue para siempre; y quizás también, a algunas otras cosas del que pudo llegar a ser.
Lo mínimo que se le puede exigir a un gobierno en las actuales circunstancias es que no siga vendiendo ilusiones, que diga las cosas por su nombre y no alimente falsas expectativas.
La decisión del gobierno de impulsar un entendimiento para pacificar La Araucanía no tendrá ningún destino. Y el obstáculo principal no dice solo relación con las complejidades propias de dicho conflicto, sino con algo mucho más profundo: la normalización de la violencia es el gran punto de inflexión vivido por la sociedad chilena en la última década.
Los efectos políticos del resultado son siempre independientes de la forma en que los electores han asumido el ejercicio democrático, sin importar que la papeleta pareciera una página sacada de una antigua guía telefónica.
El trágico incidente de Panguipulli volvió a confirmar el abismo de sentido en que se encuentra la sociedad chilena; un abismo constituido por un mar de sesgos de confirmación, donde al final los hechos en sí mismos tienen poca importancia.
Son demasiadas las cosas que estarán en juego durante este año, como para que el cuadro político pueda cambiar radicalmente, incluso con una clara mejora en materia sanitaria y sus obvios efectos en la economía.
Todo lo que la centroizquierda ha empujado y justificado en la última década solo ha servido para desarticularla y dispersarla, imponiendo en su interior un nudo gordiano irresoluble. Algo que, con una alta probabilidad, el próximo el 11 de abril volverá a confirmarse.
Las FF.AA. le recordaron a Trump su deber de hacer cumplir la Constitución sin importar las condiciones, hicieron referencia a algo que, en rigor, está más allá del texto mismo: la idea de que la unidad nacional solo prevalece porque la Constitución es la última reserva, consagrada a lo largo de la historia por sobre cualquier conflicto, división e, incluso, de guerras civiles.
La inscripción de candidaturas y pactos electorales vino a confirmar una constante histórica: en tiempos de revuelta e incertidumbre, la derecha se congrega y la centroizquierda se atomiza.
Hay que dar las gracias cuando los que no creen que sus adversarios puedan ser una mayoría legítima encuentran al final la ocasión para develarse sin eufemismos.
Ese es nuestro gran talón de Aquiles: la incertidumbre sobre si la voluntad política para abordar la crisis actual de verdad existe, y si es lo suficientemente mayoritaria como para poder recomponer las bases de nuestra convivencia.