Una nueva conciencia global. La reinvención de la imaginación cosmopolita

25 de Mayo 2020 Columnas

El 1 de noviembre de 1755, alrededor de la 9.30 AM, un terremoto sacudió el puerto de Lisboa en Portugal. Un par de horas después, la ciudad se encontraba prácticamente destruida por incendios, derrumbes de edificios y un maremoto. Las pérdidas materiales y humanas fueron extremas en la que era, en aquella época, una de las ciudades más importantes de Europa. Como buen puerto, Lisboa era además una ciudad internacional, lugar de reunión e intercambio de personas, ideas y mercancías provenientes de todas partes del mundo. Ello, junto con el hecho de que el terremoto tuvo lugar durante la celebración católica del día de todos los santos, no hizo más que acrecentar el simbolismo de la tragedia. Al poco tiempo, el “terremoto de Lisboa” había sido transformado ya en el primer evento global de la modernidad.

El filósofo Immanuel Kant (1724-1804) se encuentra entre quienes toman la tragedia de Lisboa como un evento altamente significativo. Más allá de sus convicciones religiosas personales, la importancia que Kant atribuye al terremoto no es teológica, sino que lo usa para marcar el inicio de una nueva era en la historia de la humanidad. Con los muertos y la destrucción de Lisboa en mente, Kant escribe en 1795 que frente a nosotros se abre una nueva conciencia cosmopolita que se define como una pertenencia humana universal (Kant 1999). Por un lado, viajes, comercio y noticias viajaban ya por todo el globo y permitían conocer realidades remotas; por el otro, dice Kant que gracias a esta conciencia de pertenencia común sentimos como propias las tragedias y eventos que tienen lugar en cualquier parte del mundo.

El pesar por el terremoto de Lisboa demuestra que no necesitamos una conexión directa, concreta o personal con tales eventos, porque nuestra membresía común a la especie humana es lo suficiente robusta y significativa para construir vínculos de solidaridad con quienes sufren eventos de esa magnitud. No es necesario hablar el mismo idioma, haber crecido en los mismos lugares, ni haber experimentado en carne propia experiencia alguna para que surja ya este tipo empatía general entre los seres humanos.

En esta versión renovada de la antigua idea de empatía como “ponerse el lugar del otro”, ese otro puede ser cualquier persona, estar ubicado en cualquier parte del mundo y no requerimos compartir ninguna característica particular. Se trata de una solidaridad que se funda únicamente en nuestra condición humana común: miedo, hambre, amor o amistad. Como nunca, los seres humanos podemos comprendemos a nosotros mismos como ciudadanos del mundo.

Hablar del terremoto de Lisboa de 1755 como el primer “evento mediático global”, en el sentido que hoy usamos el término, significa entenderlo como un acontecimiento que concita la atención de públicos con intereses diversos, dispersos a lo largo y ancho del globo, y que por razones circunstanciales adopta una significación más general.

Desde esa época, la lista de eventos que se han sido construidos de manera similar es extensa: la Revolución Francesa en 1789, la apertura del Canal de Panamá en 1914, la explosión de la primera bomba nuclear en Hiroshima en 1945, o el atentado a las Torres Gemelas en Nueva York en 2001. Todos estos eventos tienen en común el principio general que Kant destaca también para el terremoto de 1755: no es necesario haber sido testigos presenciales o víctimas directas para comprender su relevancia, admirarnos por su magnitud, o empatizar con los estragos que pudieron causar. Son todos eventos que trascienden fronteras nacionales, diferencias de género o posiciones políticas y que desde allí nos hablan del destino que compartimos como miembros de la misma especie humana.

La pandemia del COVID habrá por cierto de incluirse en listado de eventos globales del siglo XXI. El tiempo que tardaremos en dejar atrás la “distancia social” que es necesaria para evitar la propagación del virus, la cantidad de muertes que se acumulen como resultado directo del contagio, así como la severidad de la crisis económica que ya despunta, serán algunas de las dimensiones claves con que los historiadores del futuro narrarán los eventos dramáticos de 2020. Desde este punto de vista, esta pandemia es perfectamente comparable con situaciones anteriores y no puede sino comprenderse como análoga a ellas. Se trata de un evento implacable donde la globalidad del mundo en que vivimos se aloja en nuestras interacciones más triviales y espacios más cotidianos. Es una situación que nos permite comprender y solidarizar con experiencias similares en distintas partes del mundo, un evento cuya cobertura mediática refuerza la conciencia de una existencia humana compartida más allá o con independencia de nuestra nacionalidad o religión.

Desde Lisboa en 1755 a Nueva York en 2001, una característica común de estos eventos es que su significación global no radica necesariamente en el número de personas afectadas, menos aun en haber tenido participación directa en ellos. Su potencial de globalidad dice relación con la narrativa que se construye con posterioridad y en buena medida a partir de las consecuencias no anticipadas que han generado. Así, para el caso del atentado terrorista de 2001 en Estados Unidos, la cantidad de personas directamente afectadas fue comparativamente pequeña, pero sus consecuencias geopolíticas, así como el cambio en los protocolos de seguridad en todos los aeropuertos del mundo, han sido globales y de largo aliento. La reflexión moderna sobre eventos globales que crean la posibilidad de esta empatía humana generalizada se basa en el hecho fundamental de que no precisamos compartir directamente su experiencia para generar conciencia y solidaridad común.

En el caso del COVID-19 hay una diferencia significativa con los eventos anteriores, incluso cuando sus consecuencias más profundas son aun imposibles de prever. En buena medida, esta pandemia contradice uno de los pilares fundamentales de la idea de evento global que se inaugura con el terremoto de Lisboa. Una dimensión sin precedente de la crisis actual es que es la primera crisis global en tiempo real para la mayoría de la humanidad. Es decir, como nunca en la historia de la especie somos conscientes en tiempo presente que la mayor parte de los habitantes del planeta se encuentran experimentando en primera persona la misma situación. Las cuarentenas, las restricciones de movimiento, las cancelaciones de viajes, celebraciones y eventos de todo tipo, así como la transición acelerada hacia formas algo improvisadas de “teletrabajo” y “teleeducacion”, son todas experiencias compartidas para alrededor del 90% de los poco más de 7.000 millones de seres humanos que habitan la tierra hoy. No requerimos esperar hasta que sus consecuencias se desplieguen en el tiempo para comprender su significado global.

Pero hay una segunda característica, menos llamativa tal vez en lo inmediato pero más significativa en el mediano plazo, que también diferencia la pandemia del COVID-19 de los eventos globales del pasado. Como dijimos, la conciencia cosmopolita de la que habla Kant a fines del siglo XVIII se refiere a la posibilidad de crear formas de solidaridad con quienes no tenemos experiencias comunes. Kant no necesitó estar en Lisboa en 1755, o haber perdido un familiar directo en el terremoto, para sostener la existencia de un vínculo humano con quienes sí experimentaron esos padecimientos.

Por el contrario, una dimensión clave de la pandemia del COVID-19 es precisamente que la gran mayoría de los habitantes del planeta sí estamos pasando por experiencias similares. No somos espectadores por televisión de un evento gigantesco que tiene lugar en otro lado, porque el COVID-19 ha trastocado la vida diaria en Tokio, Quito, San Petersburgo y Ciudad del Cabo. Tampoco requerimos del ejercicio cognitivo de ampliar nuestros horizontes para ponerse en el lugar de otros, puesto que ahora podemos recurrir a los repertorios emocionales más íntimos y personales. Estamos frente a la emergencia de una nueva forma de conciencia global que surge a partir de una experiencia cotidiana compartida a escala global.

Puesto que inevitablemente hemos de presenciar una disminución al menos temporal de desplazamientos e intercambios a nivel global, existirá la tentación de declarar el fin o derrota no solo de la “globalización económica” sino de la idea misma de ciudadanía global y corresponsabilidad colectiva. Desde la derecha nacionalista y la izquierda proteccionista, quienes prefieren el cierre de fronteras tomaran nuevas en energías y argumentaran que la culpa de todo radica en no haber comprendido o respetado los límites naturales de la experiencia humana.

Así, estas transformaciones nos presentan tanto una amenaza como una oportunidad. Como amenaza, el riesgo actual es hacer desaparecer nuestra responsabilidad para con lo desconocido. Al ampliar el dominio de lo biográficamente común hasta abarcar el mundo entero, corremos el riesgo de quedarnos sin espacio para aquella solidaridad gratuita que no requiere de otro elemento que nuestra común humanidad. La innovación intelectual y moral a la que apuntaba Kant era justamente imaginar, y con ello contribuir a hacer realidad, el vínculo de solidaridad y reciprocidad más amplio que sea posible sin otra restricción que nuestras experiencias antropológicas más fundamentales de amor y odio, amistad y miedo. Se trata de una innovación crucial porque nos saca de nuestra zona de confort y nos devuelve a la incertidumbre del mundo por el mero hecho de residir en él. Es una solidaridad altruista, que no puede instrumentalizarse, justificarse de manera egoísta, ni tampoco apelar a conductas estratégicas o hedonistas.

La oportunidad, por su parte, es que por primera vez en la historia de la humanidad la experiencia común de una amenaza planetaria nos motive efectivamente a actuar de forma coordinada y decidida para hacer frente a los problemas globales. En la era del cambio climático, de la sobreexplotación de recursos naturales y de la inequidad global, se nos acaban las excusas para hacer competir nuestras lealtades particulares con nuestra responsabilidad global. La esperanza, ilusa tal vez, es que la vivencia común de la pandemia se constituya en una nueva forma de imaginación cosmopolita y se materialice en formas de acción colectiva que hagan realidad la idea de constituirnos, genuinamente, en ciudadanos del mundo.

Publicado en CIPER.

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