La justicia del fútbol

16 de Febrero 2021 Columnas

En septiembre de 1973, días después del golpe, la selección chilena viajó a Moscú y empató sin goles con la selección de la Unión Soviética, en partido válido por las clasificatorias al Mundial de Alemania 74. La revancha en Santiago no se jugó, porque los soviéticos no querían venir al Chile de Pinochet. Nuestra selección consiguió así los pasajes para ese Mundial: ganando por W.O.

Para la anécdota quedará la goleada que nos propinó el equipo B del Santos brasileño, al que invitamos para no perder la recaudación. Es parecida a la historia de nuestra actual constitución: sus promotores ganaron por W.O., a sabiendas que el equipo rival no se podía presentar. Más allá de un par de voces relativamente críticas y la fachada de un plebiscito legal, ese partido la dictadura lo jugó sola -y aquella vez no llegó segunda.

Ahora imagínese que el W.O. implica un resultado de 4×0. Siguiendo con la analogía constitucional chilena, las reformas del ’89 fueron el primer descuento. Las reformas del 2005 dejaron el partido 4×2. El marcador nunca logró balancearse. Hasta que llegó el estallido social y el veredicto abrumador de que era imperativo jugar un nuevo partido, que partiera de cero -la hoja en blanco- y que estableciera, por la relevancia del partido, que los tres puntos no se los lleva el que hace un gol a último minuto con la rodilla sino el que se impone inequívocamente -la regla de los dos tercios.

Las comparaciones entre la vida y el deporte, o, como en este caso, entre la política y el fútbol, son criticadas por algunos como superficiales. Es todo lo contrario: sería extraño que las distintas formas humanas de organizar la competencia, persiguiendo el poder o la gloria, no tuvieran profundos elementos comunes. Dado que el deporte -y en nuestra cultura, el fútbol- es intuitivamente comprensible, es natural que sea un recurso para iluminar otras áreas que se perciben como más enigmáticas, como la política. Esto no solo lo sabían Camus y Borges, como usualmente se recuerda, sino una larga lista de filósofos modernos desde la ilustración escocesa a John Rawls, que reflexionaron sobre lo parecido que funcionaba la sociedad política a los juegos y competencias: sin dirección teleológica central ni resultados predeterminados, con diversas asociaciones y equipos persiguiendo sus propios intereses, y un conjunto de reglas procedimentales acordadas de común acuerdo cuyo cumplimiento es vigilado por un árbitro imparcial.

Por supuesto, esta es una visión que se puede criticar en sus propios términos, es decir, por ser una aproximación filosófica típicamente liberal, basada en la competencia y el interés propio en lugar de la solidaridad o la cooperación. Pero esa crítica ignora que la lealtad final de los jugadores -en tanto jugadores- no radica en sí mismos sino en la santidad del torneo, que en esta jerga se traduce en reglas comunes e imparciales. Es una forma de interpretar el proverbial “la pelota no se mancha” de Maradona: por sobre nuestras adhesiones particulares, está la adhesión de todos. Por eso también se habla de la “parcialidad” para referirse a una barra: porque mira el mundo de manera parcial, como es lógico y natural: todos quieren que su equipo gane. Justamente para que esas parcialidades puedan expresarse libremente es que necesitamos imparcialidades. Del mismo modo, en el fútbol todos queremos ganar, pero aceptamos la desigualdad final. Los equipos despliegan sus mejores esfuerzos para llevarse la copa, pero solo uno lo consigue. Esa es una desigualdad que consideramos justa porque se obtuvo siguiendo las reglas del torneo. Lo que indigna es cuando nos hacen trampa, cuando nos anulan un gol legítimo, nos expulsan un defensor aparentemente sin razón, cuando el rival no actúa de buena fe. La filosofía bielsista, incluso, subraya que el fútbol es golpe y porrazo, y que la derrota es la normalidad. Pero en el juego democrático, ningún equipo puede ganar todos los campeonatos, y nadie debería perderlos todos. Del mismo modo, en la Convención constituyente, nadie debe ganarlo todo y todos deben ganar algo.

El objetivo final del juego, la métrica del éxito de nuestro proceso es que su resultado sea percibido como justo o legítimo por sus participantes. Con cierta independencia del marcador final de la próxima Convención, lo relevante es que cuando suene el pitazo final, los jugadores se acerquen al círculo central, miren a los ojos al adversario, estrechen su mano y puedan decir “buen partido”. Es la sensación de la tranquilidad de espíritu, que invita a apropiarse del resultado y seguir amando el juego, porque, aunque ese resultado no cumpla con todas nuestras expectativas, refleja razonablemente lo que ocurrió en la cancha y transmite el equilibrio de poderes entre ambos equipos, que no piden la revancha para mañana. Es la que genera las condiciones psicosociales para la estabilidad del orden constitucional. Es la que produce, en resumidas cuentas, la legitimidad.

Publicado en El Líbero.

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