Juegos de azar, una larga historia

13 de Julio 2017 Columnas

El doble crimen y suicidio cometido por el veterinario Osvaldo Campos en el casino Monticello, permite discutir respecto al rol que deben cumplir las autoridades en la protección de los individuos y revelar la historia detrás de la legalización de estas actividades.

Eugenio Pereira fue uno de los primeros historiadores en estudiar el juego en Chile. A través de la revisión de archivo se fue encontrando con anécdotas sabrosas que dan cuenta de esta lucha constante entre la autoridad por prohibir el juego y los individuos por evadirla.

Las fondas fueron uno de los espacios preferidos en los que se pudieron desarrollar los juegos de azar de manera oculta. La más famosa de la capital fue la de Santiago Chena “jugador empecinado, aventurero empedernido, trotamundos que viajaba de ciudad en ciudad con barajas marcadas, dados cargados y bolos compuestos, maestro en el arte de las maulas del juego”, dice Pereira.

Desde la Colonia a la República, desde Ambrosio hasta Bernardo O’Higgins, los bandos que prohibían el juego se repiten, dejando en evidencia que todas estas normas terminaban siendo infructuosas frente al vicio del juego.

No es coincidencia que al viajero inglés, Alejandro Caldcleugh, le haya sorprendido el gusto de los chilenos por el azar a inicios del siglo XIX: “dedica días enteros a jugar toda clase de cartas o los dados, y algunas veces se la ha visto desprendiéndose hasta de la última prenda de vestir para pagar la última jugada afortunada”.

A tal nivel llegaba el vicio, según el inglés, que en las esquinas de las calles donde las mujeres vendían sandías, se juntaba un grupo de huasos a apostar si las sandías eran de interior rosado o blanco.

El periodista Nicolás Rojas ha retomado el tema en un reciente libro titulado “Grito y Plata”. Aquí describe los garitos, antecesores del Casino. Estos se componían de un garitero, que era el dueño del local, talladores, actuales crupieres, que retiraban la comisión por cada apuesta y, en un rol fundamental, aparecía la figura del “loro”, que tenía la labor de avisar la presencia de un agente o policía.

Al igual como lo había hecho Caldcleugh, Recaredo Santos Tornero denunciaba, a fines del siglo XIX, que el minero chileno no tenía más vicio que el juego, una realidad similar a la del peón que “no reconoce más goce que el juego de naipes y el licor”.

Las descripciones de garitos se suceden a lo largo del siglo XIX y XX. Después de fracasar constantemente en la lucha contra los juegos de azar, el Gobierno determinó hacerse cargo del problema, controlando el juego a través de la creación de un Casino.

La ley número 4.283 de 1928 autorizó un préstamo a la ciudad de Viña del Mar para que la Junta pro-balneario estableciese un Casino destinado a “procurar pasatiempo y atracciones a los turistas”.

De acuerdo a esta ley, el sesenta y siete por ciento, de las entradas del Casino se dedicarán al mejoramiento del Balneario y sus anexos y el treinta y tres por ciento restante se entregará a la Junta de Beneficencia Pública de la ciudad de Valparaíso, para el sostenimiento de sus hospitales.

Al casino de Viña del Mar se agregaron luego el de Arica y, antes de que concluyera el Gobierno Militar, los de Puerto Varas, Coquimbo, Iquique, Pucón y Puerto Natales. A inicios del 2005, el presidente Lagos amplió la oferta a dieciocho nuevos casinos, entre los que se encuentra el Monticello.

Detrás de esta medida, más que un espíritu liberal, se encuentra, de forma evidente, un afán de lucro desmedido por parte de las municipalidades y una complicidad del Gobierno por avalar una actividad que atenta contra la estabilidad de muchas familias. Las medidas que se han efectuado contra la ludopatía, como quedó demostrado en la desgracia del Casino Monticello, son insuficientes. Una cosa es haber perdido la batalla por impedir el juego, pero otra muy distinta es ser cómplice de las desgracias que esto involucra.

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