Correr riesgos en privacidad: una conversación necesaria

27 de Abril 2020 Columnas

En tiempos de pandemia, la población no parece estar dispuesta a tolerar más que el mínimo de muertes. Pero a medida que nos damos cuenta de que el virus nos acompañará por un buen tiempo, surgen otras inquietudes.

Las cuarentenas totales son costosas y lo son, sobre todo, para los más vulnerables. Para aquellos que trabajan informalmente y que juntan los pesos para vivir al día. Para los que viven apretados en espacios pequeños, que no miran a ninguna parte. Para aquellos que carecen de las herramientas para dirigir la educación de sus hijos. Las cuarentenas son dolorosas para quienes se ven obligados a estar solos y para quienes quedan atrapados, sin escape, en relaciones tensas o incluso violentas. Las cuarentenas probablemente traigan hambre, desigualdad, depresiones y rupturas. Los países quieren dejarlas, pero no es fácil.

Diversos modelos sugieren que las cuarentenas masivas no son la única manera de salvar vidas. También la experiencia internacional. Hay un camino para avanzar, pero es controvertido. Este se basa en testeos masivos, acompañados de un sistema de trazabilidad de contactos. Los testeos masivos permiten identificar rápidamente los nuevos contagios, incluso los asintomáticos. Deben ir mucho más allá de quienes acuden a un centro médico, pudiendo convenir que se testee, por ejemplo, en los lugares de trabajo. En tanto, la trazabilidad de contactos en su versión más simple informa los recorridos utilizados por el infectado, permitiendo que las personas chequeen si hubo un posible contagio y se realicen el examen.

En versiones más sofisticadas, se apuesta a otras fuentes de información para advertir directamente a las personas de un riesgo de contagio (por ejemplo, se contrastan los lugares en los que estuvo una persona infectada con las transacciones electrónicas que pudieron hacer otras personas ahí). En el caso más extremo, se pueden utilizar aplicaciones de celulares que registran, vía GPS, a todos quienes han estado a menos de una cantidad de metros de una persona infectada. Las grandes compañías de tecnologías ya han puesto a disposición una aplicación que hace esto, sin registrar la identidad de los individuos. Para que la población emplee estas u otras aplicaciones, se podría exigir tenerlas para ingresar a determinados lugares públicos.

Por cierto, estas estrategias tienen connotaciones moralmente complejas. La privacidad de las personas se pone en riesgo; desde el registro de sus rutas y encuentros, hasta su situación de salud. ¿Tiene el Estado derecho a acceder a información tan privada? Por buenos motivos, las democracias liberales occidentales se han erguido sobre el respeto a la privacidad. Los riesgos son evidentes. Por una parte, sistemas como estos pueden prestarse para discriminación. Por otra, el registro de por dónde andamos y con quiénes nos relacionamos puede ser un arma peligrosa, que facilita la extorsión y la corrupción y que permite el control político. Sabemos que se usa profusamente en Estados totalitarios, pero también hay gobiernos elegidos democráticamente que podrían ver en esto una tentadora herramienta para asentar su poder.

Son riesgos altos en tiempos normales, pero los actuales distan de serlo. Nuestra libertad está severamente restringida y ni siquiera los países más ricos pueden resistir los costos de paralizaciones prolongadas. Los gobiernos, y el nuestro no es la excepción, están desarrollando planes para un retorno seguro. Pero las voces de rechazo no dejan de escucharse. Además, todo indica que resurgirán los contagios en distintas latitudes.

Es momento de tolerar un riesgo de renuncia a la privacidad. Hay no solo costos económicos, sociales y de salud mental que se ahorran, sino también otras vidas que se salvan. Y hay que ser claros, no se trata de descartar la privacidad de buenas a primeras, sino de asumir un riesgo calculado, bajo reglas e instituciones que permitan minimizarlo.

Por eso, no solo en Asia se está avanzando en esta dirección. También en la vieja Europa, tan celosa de la privacidad de sus ciudadanos, hay ánimo de mover la frontera, en parte porque la pandemia está mermando otros derechos individuales básicos y, en parte, porque hay cada vez más confianza en que se puede alcanzar un equilibrio apropiado. En Estados Unidos, muy reacio a poner en riesgo la privacidad de sus ciudadanos, esta posibilidad se discute abiertamente.

Rechazar esta idea antes de iniciar la conversación puede ser la inclinación natural de los defensores de la democracia liberal. Pero nunca habíamos estado enfrentados a un problema como este. La nueva realidad hace esta conversación necesaria, tal vez, indispensable.

Harald Beyer
Universidad Adolfo Ibáñez

Loreto Cox
Escuela de Gobierno UC

Publicado en El Mercurio.

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