Una prioridad descuidada

14 de Diciembre 2020 Columnas

La contracción económica asociada a la pandemia aumentó, sin dudas, la pobreza de ingresos en nuestro país: en torno a cuatro puntos porcentuales sugieren diversas estimaciones, incluyendo una del Banco Mundial. Como suele suceder en estos episodios, el impacto se dejará sentir con más fuerza ahí donde los niveles de pobreza eran elevados antes de la emergencia sanitaria.

Me interesa poner el acento en los niños y adolescentes. Estos conforman el grupo etario que más sufre la pobreza. En efecto, en 2017, año de la última encuesta Casen disponible, la pobreza de los niños y adolescentes de 17 años superaba en 5,3 puntos porcentuales la tasa promedio del país, de 8,6 por ciento, y era 9,4 puntos porcentuales superior a la de la población de 60 años y más. Estimaciones gruesas sugieren que este año del orden de 900 mil niños y adolescentes menores a 18 años están viviendo en pobreza (pueden llegar hasta un millón en algunos escenarios).

Más allá de la realidad actual, abordar esta pobreza es una tarea urgente que no ha recibido la atención necesaria. Los efectos para niños y jóvenes de vivir en estas condiciones por tiempos prolongados pueden permanecer durante toda la vida, sobre todo mientras son más pequeños. La probabilidad de que incurran en conductas riesgosas es elevada. Por cierto, no es la falta de ingresos per se, pero son factores concomitantes que instalan vulnerabilidades con efectos perversos.

La caída en esta pobreza, en las últimas décadas, ha sido notable, en línea con su reducción para toda la población. Sin embargo, en la última década se ha ralentizado, reduciéndose en términos relativos su tasa de decrecimiento. No demasiado, pero suficiente para repensar las políticas públicas dirigidas a ese segmento. En la actualidad, a pesar de la creación de la Subsecretaría de la Niñez, son todavía dispersas y sin un objetivo claro. Elaborar una estrategia comprehensiva con indicadores precisos de logro y metas de mediano y largo plazo es un desafío impostergable. La evidencia de los últimos lustros respecto de cómo las situaciones de vulnerabilidad de los niños afectan su desarrollo, incluido el cerebral, y los impactos negativos duraderos de las carencias que ello conlleva, hacen de la inversión en ellos quizás el uso socialmente más rentable de los fondos públicos (si no es así, está muy arriba en la lista). Por supuesto, no se trata solo de reducir la pobreza de ingresos, pero debe ser parte de una agenda renovada de la política social.

¿Y los recursos para esta prioridad? Pues bien, ahora que se habla de mantener un gasto público (como porcentaje del PIB) similar, si no algo superior, al actual de manera sostenible y para ello se están estudiando el gasto tributario (exenciones legales), formas de ampliar la base tributaria y nuevos impuestos, sería lamentable que la pobreza infantil no escalara como prioridad. Si ello no ocurriese, el reciente ejercicio presupuestario demostró que aun si los recursos fiscales son estrechos hay espacio para reasignaciones. Indudablemente que hay límites, toda vez que el 80 por ciento de los dineros que se asignan a través del Presupuesto Nacional responden a leyes permanentes. Si bien no todas fijan los montos exactos, hay inercias difíciles de vencer. Pero el Presupuesto 2021 mostró un camino a seguir con importantes cambios en las iniciativas no permanentes.

Una estrategia concentrada en dos grandes acciones posibilitó ajustes relevantes (la coyuntura, obviamente, facilitó las cosas). Por un lado, las reparticiones públicas debieron realizar un ejercicio en el que solo asignaban una parte (80, 85 y 90%) de su presupuesto 2020. La necesidad de priorizar era evidente. Por otro, la Dirección de Presupuestos y la Subsecretaría de Evaluación Social realizaron un trabajo coordinado para evaluar casi 700 programas según tres criterios fundamentales: eficacia, eficiencia y focalización. Estas acciones significaron romper, entre otros aspectos, con las tendencias al aumento en el gasto en personal y en bienes y servicios de consumo. Este último experimentó, de hecho, una baja significativa (excluyendo Salud y Servel, por razones obvias). Al mismo tiempo, dos tercios de los programas vieron reducidos sus presupuestos. Así, se redistribuyeron casi 2 mil 300 millones de dólares.

Por cierto, la estrategia requiere de muchos perfeccionamientos, incluyendo prioridades y criterios de evaluación ampliamente compartidos. Con todo, muestra una avenida interesante para ir construyendo los presupuestos del futuro. Y en su elaboración la reducción de la pobreza infantil debe ser una prioridad esencial. Es un objetivo estratégico tan importante para el país que para el Presupuesto 2022 debería prepararse, idealmente, una reasignación similar a la ocurrida este año; esta vez para satisfacer dicho propósito.

Publicada en El Mercurio.

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