La fuerza del lenguaje de los derechos

24 de Agosto 2022 Columnas

Se ha criticado al proyecto de nueva Constitución por el excesivo reconocimiento de derechos. ¿Acaso la gente no sabe que las constituciones no son mágicas, que los derechos cuestan dinero y que no basta con proclamarlos para tenerlos? ¿Qué una razón para desear que un derecho exista no es un derecho? ¿Qué el hambre no es pan, como dijo Bentham? ¿O será que preferimos hablar de derechos para evitar nuestros deberes, como reclaman condescendientemente algunos? ¿No estaremos creando expectativas poco realistas? Peor aún, ¿no estaremos avivando el conflicto social con esas proclamas absolutistas y estridentes que entorpecen los consensos?

Quizás incluso quienes nos creemos progresistas debiéramos desconfiar del lenguaje de los derechos: ¿no es acaso una manera demasiado abstracta de hablar de necesidades básicas como el alimento, el techo y la salud? ¿Tan abstracta que nos obliga a esperar una sentencia de un tribunal para saber qué se puede esperar de una norma constitucional que consagra derechos? ¿No son los derechos una herramienta demasiado individualista para enfrentar problemas de desigualdad estructural? (si un tribunal ordena que se provea mi derecho habrá menos recursos para financiar el tuyo). Todas estas preguntas reflejan críticas que, desde distintos sectores, se han hecho al lenguaje de los derechos. Sin embargo, la fuerza de los derechos es tal que pareciera que fuera el único discurso constitucional disponible -como un árbol que no deja crecer nada a su alrededor- cuando queremos dedicar todas nuestras fuerzas a proteger algo que nos parece particularmente valioso (incluso algo no humano que tiene valor más allá de la utilidad que nos presta, como la naturaleza).

Quienes critican el lenguaje de los derechos -todas estas críticas aportan puntos de vista valiosos- quizás subestiman lo que significa tener derechos para los históricamente excluidos de la sociedad. Aquellos invisibles cuyas necesidades son apremiantes, pero que son comúnmente postergadas sobre los escritorios de los tomadores de decisión, que las leen a través de planillas estadísticas, casi nunca transformándolas en una prioridad política. El lenguaje de los derechos, en cambio, es perentorio, establece esa prioridad y sitúa al titular como alguien dentro del cuerpo social a quien se le debe consideración, precisamente porque ya “tiene” un derecho que requiere ser atendido. Los derechos marcan la existencia de esa responsabilidad colectiva que la sociedad le debe a cada uno de los suyos. Como señaló hace ya décadas Patricia Williams, refiriéndose a los derechos de las personas negras, quien tiene derechos, exhibe un titulo que le concede su propia humanidad, en lugar de tener que invocar la humanidad de otros para que se les permita vivir dignamente.

 

Publicado en La Segunda

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