Hoja en blanco

3 de Diciembre 2019 Columnas

El significado de la hoja en blanco es claro: entrando en vigencia la nueva Constitución no regirá parte alguna de la actual. Y ello aun cuando la nueva no contenga disposiciones sobre algún punto regulado en la que hoy está vigente. Por cierto, en la medida en que con ello no contravenga la nueva Constitución, el legislador podrá regular en el futuro las materias que resulten así “de-constitucionalizadas”.
Se ha discutido si, como consecuencia de este efecto derogatorio, el trabajo de la Convención debe finalizar con una aprobación por 2/3 del texto global, mediante el cual esta consienta en los “silencios” de la nueva Constitución. Se sostiene —no sin razón— que esta aprobación funcionaría como un verdadero veto que permitiría a una minoría bloquear el proceso constituyente.

La discusión pasa por alto, sin embargo, que la aprobación de normas particulares carece de sentido sin un previo acuerdo sobre la estructura y orientación general de la nueva Constitución. Así, la Convención tendrá que comenzar por alcanzar tal acuerdo, incluidos los silencios de la nueva Constitución. Después podrá abocarse a la aprobación de normas particulares, de manera que una eventual aprobación final, más que un veto, constituya una ratificación simbólica de los acuerdos constitucionales.

Por otra parte, nadie ha sugerido que la hoja en blanco signifique ignorar la tradición constitucional chilena. El hecho de que las actuales normas constitucionales no resulten vinculantes para la Convención si no se alcanzan los 2/3 no implica que la experiencia acumulada en la aplicación de esas normas carezca de valor. Pero se la debe evaluar y no dar por sentado su valor. Para eso se debe evitar una mirada localista, ampliando el marco de referencia de la tradición constitucional. Instituciones a las que estamos acostumbrados pueden mostrarse como deficientes.

Así ocurre por ejemplo con el recurso de protección. Esta institución se presenta como la manifiesta superación de una situación en que no había control judicial de la administración del Estado. Pero comparado con una justicia administrativa en forma, aparece como un mecanismo claramente insuficiente para la adecuada resolución de los asuntos que son discutidos cuando se lo interpone.

Del mismo modo, la actual regulación del Tribunal Constitucional no tiene por qué contar como la última palabra entre nosotros. No hay razón para pensar que el control de la constitucionalidad de fondo de los proyectos de ley, mucho menos uno forzoso, sea un elemento esencial de la justicia constitucional. Tampoco estamos condenados por una fatalidad institucional a tener un control de constitucionalidad de la ley que solo produzca efectos para el caso concreto sin generar precedente. Lo razonable sería generar ese precedente o asignar efectos generales a la declaración de inconstitucionalidad.

La forma actual de la Corte Suprema tampoco corresponde a la mejor entre los mundos posibles. Se puede pensar en alternativas opuestas, como distintos tribunales supremos especializados por materia, lo que probablemente supondría un Tribunal Constitucional, o una corte compuesta por un número reducido de integrantes que siempre sesione en pleno, la que podría asumir la facultad de revisar la constitucionalidad de las leyes. Y en cualquier caso corresponde evaluar críticamente la mantención de sus prerrogativas sobre los demás tribunales de justicia.

Después de la posibilidad de no alcanzar acuerdo constitucional alguno, quizás el riesgo mayor del proceso constituyente sea el de desaprovechar una oportunidad única de superar nuestras limitaciones históricas para diseñar buenas instituciones.

Publicada en El Mercurio.

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