Frágiles

27 de Abril 2020 Columnas

Primero se instaló la sequía, la más extrema y extensa en mucho tiempo. Luego, el estallido o desborde social, esa explosión de descontento y rabia acumulados, que se fue alojando, alterando el paisaje de las ciudades. De atacó ese bicho insignificante, que no le da ni para bacteria, pero que nos tiene enclaustrados en nuestras casas, contando diariamente contagios y muertos —como un ejercicio de mantra—, y rezando para que el número de ventiladores mecánicos no se vea superado por la cifra de quienes los requieran.
Y como si esto no bastara, a la vuelta de la esquina se empieza a asomar la recesión económica, que ahora sí —nos auguran los economistas clarividentes— promete una furia arrolladora, que no va a dejar títere con cabeza, que nos puede hacer retroceder decenas de años en nuestro bienestar material, desestabilizando la globalización y el orden político internacional.
No es poco. Es como si nos hubiésemos tropezado y caído de bruces en el pavimento, para después ser atropellados por un bus y terminar impactados por una bala loca de algún narco en fiesta. De mal en peor. Demasiada miseria y mala suerte juntas.

En estos momentos, el entorno en que vivimos —sea ambiental, social, económico y psicológico— está a prueba. El panorama, por instantes, resulta preocupante, Nos deja perplejos y sin habla. Nos cuesta comprender lo que sucede. Vemos todo negro. Las preguntas que nos surgen nos paralizan y desmoronan cualquier atisbo de seguridad de la que alguna vez creímos gozar en plenitud. Nos inundan el miedo y la incertidumbre. Pensar con claridad parece imposible. Esto es una crisis. Esa es la palabra precisa. No es una crisis de aquellas que apocalípticamente vaticinan, de tiempo en tiempo, los políticos disconformes o caídos en desgracia. O un economista aventurado después de torturar las cifras de su computador. O los analistas internacionales respecto de un país difícil de ubicar en el mapa.

Esta es una crisis seria. De verdad. De las que ponen a prueba y marcan una o dos generaciones. Como una guerra. De las que producen cambios estructurales. De las que no se puede salir invicto y todos —de una forma u otra— tendremos que asumir pérdidas y curar heridas que dejarán cicatrices. La palabra crisis es, en sí, compleja y tiene varias acepciones. Implica un cambio profundo o de consecuencias importantes, del cual se intuye, de una manera inevitable, una transformación. Pero el concepto tiene además variantes con matices negativos, desde la perspectiva médica (“intensificación brusca de los síntomas de una enfermedad”), como
Económica (“fase más baja de la actividad de un ciclo económico”), lo que curiosamente resulta coincidente con las plagas que nos azotan.

La modernidad —y su consiguiente comodidad y complacencia a que nos fuimos acostumbrando en los últimos 30 años— nos hizo pensar que éramos invencibles, Hasta campeones. Pero la sequía nos recuerda que dependemos del clima y que vivimos en un ecosistema interdependiente. El estallido social mostró que la autoridad puede debilitarse y que su fundamento reside en la aceptación colectiva, en la legitimidad de su ejercicio, en la razonabilidad con que se despliega y la confianza que crea. Por su parte, el virus evidenció lo obvio, que nuestros cuerpos son perecederos. Y la recesión económica que viene ratificará que el engranaje de producción de bienes y servicios no funciona automáticamente y depende de la conjugación de múltiples factores. Todo lo anterior puede resumirse como fragilidad. El clima y el planeta son frágiles. El Estado —al menos el chileno— también lo es, al igual que nuestra sociedad y su cohesión. Para más remate, nuestros cuerpos son endebles, y nuestra economía en desarrollo también, del mismo modo que la globalización.
Nuestra crisis —y nuestra preocupante situación— recuerda, en algo, al profundo Libro de Job del Antiguo Testamento, al menos en una de sus posibles lecturas.
Job era un agradecido de Dios y de la vida, y los motivos no le faltaban: tenía una gran familia, riqueza, salud y prestigio, Pero de un día para otro todo cambió, Murieron sus hijos. Perdió su ganado. Nadie lo quería cerca. Su cuerpo apestaba y se llenó de llagas que no lograba curar, al punto que su señora le decía que mejor era estar muerto.

Job se llenó de desesperanza y cayó en la soledad. Se rapó y se desplomó en el suelo —como el mundo que tanto esfuerzo le había costado construir— como si quisiese enterrarse vivo. Llegaron sus tres buenos amigos, y ante el estado en que encontraron a Job, se quedaron a su lado mudos, por siete días y siete noches.

Job, de sopetón, había perdido todo, sin saber por qué, menos el habla. Pero Job no bajó los brazos. De la reflexión con sus amigos surgió una fuerza —una que lo llevó a pedir que Dios le explicara la razón de sus infortunios. Dios le respondió directamente a Job de un modo que podría parecer inicialmente insatisfactorio, aunque finalmente liberador: la vida es así; ella surge, se desarrolla y termina en de un permanente e inevitable dinamismo. Y Job, habiendo aceptado la fragilidad, comenzó a recuperar aquello que había perdido.
Sabemos que lo que viene será difícil y habrá “sangre, sudor y lágrimas”. Porque saliendo de las urgencias del covid-19 —que nos seguirá acechando por varios meses, sino. Uno o dos años— nos esperan los desafíos que ya enfrentábaantes de que apareciera: las razones del estallido social y las fracturas de la sociedad y la impericia del Estado; la sequía que no ha dejado de asolar a nuestro país y las graves consecuencias en la economía, en especial el desempleo y la pérdida de su dinamismo.
Esta crisis —y su impacto en nuestra fragilidad — nos pone rente al enorme desafío de transformamos y de reflexionar, al igual que Job. No es por nada que una acepción —aunque en desuso— de crisis sea el “examen y juicio que se hace de algo después de haberlo examinado cuidadosamente”. Si queremos sobrevivir (y que sobrevivan nuestros adultos mayores), seguir juntos y fortalecer y perfeccionar nuestra comunidad y nuestro país, la contribución de cada uno de es esencial, en especial esa energía que le permitió a Job volverse a parar. Se necesita, a mi juicio, que cada persona que disponga de una cuota de poder —cualquiera sea su entidad y el lugar en que la practique— la ejerza con su mayor dedicación y generosidad.
Este es el tiempo para los gobernantes eficaces, eficientes, serios, que trabajan en equipo y que tienen una visión de bien común y no de lucimiento personal. Esta es la hora de los gobernados sacrificados, cumplidores con sus deberes y con sentido de comunidad.

Publicado en El Mercurio.

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