Financiamiento estudiantil en educación superior: una revisión imprescindible

29 de Abril 2019 Columnas

El debate sobre la extensión de la gratuidad más allá de la duración nominal de las carreras es un asunto menor en un esquema de financiamiento de los estudiantes que quedó mal diseñado. En gran medida, porque el obvio cuidado puesto en el uso de los recursos públicos como consecuencia de la política de gratuidad está resultando en una sustitución solo parcial de los fondos que antes aportaban los estudiantes y sus familias.

Así, la forma en que se definen los aranceles regulados, los “techos” establecidos para los valores que pueden cobrar las instituciones que están en gratuidad a los estudiantes de los deciles 6 a 9 y, eventualmente, la regulación de vacantes, se traducen en menos dineros para los proyectos universitarios, afectando su desarrollo. La primera de estas normas tiene a la base una especie de “modelo de empresa eficiente”, que toma en consideración carreras similares, sin atención a las importantes diferencias en aportes fiscales que reciben las distintas instituciones de educación superior y la manera en que estas articulan sus proyectos educativos. Esto es de una ingenuidad, por no decir chapucería, incomprensible, que deja expuestas a las casas de estudio no solo a un deterioro en su calidad, sino a una gran discrecionalidad.

Esto es más grave si se considera que la inversión por estudiante en educación superior en Chile es relativamente baja. En dólares ajustados por poder de compra es un 46% más baja que para el promedio de los países de la OCDE. Solo Grecia y México tienen una inversión más reducida. Esta inversión en Brasil es un 70% superior a Chile. Si se compara la inversión respecto del producto per cápita —vara discutible porque el costo de la educación superior está imperfectamente correlacionado con el nivel de vida de un país—, ella aún está por debajo del promedio de la OCDE. Y es, por ejemplo, 10 puntos porcentuales inferior a las de México y Colombia y 54 puntos porcentuales inferior a la de Brasil (todas estas cifras se obtienen directamente o se calculan a partir de Education at a Glance 2018, publicación de la OCDE).

Hay una clara tensión, entonces, entre la disponibilidad de recursos fiscales y la inversión requerida para un sistema de educación superior de calidad. Dado que la disponibilidad de recursos fiscales por ahora es escasa, atendida la necesidad de invertir más en educación inicial, ¿debería resolverse esta tensión hipotecando un buen desempeño de la educación terciaria?

No parece razonable. Sobre todo, porque hasta ahora, más allá de la elevada preponderancia del financiamiento privado, el acceso en Chile a la educación terciaria, incluido el de los quintiles de menores ingresos, ha sido comparativamente muy elevado, superior al observado en toda América Latina, gran parte de Europa y casi todo el mundo anglosajón. Esta aparente paradoja no es tal, si se tiene en mente que presupuestos fiscales insuficientes pueden afectar la inclusión educativa. El aporte privado bien diseñado puede tener el efecto contrario, más todavía en un país como el nuestro, donde los retornos a la educación superior son significativos.

La publicación antes referida muestra que una persona con el equivalente a una licenciatura en Chile tiene ingresos que, en promedio, son un 164% superior a una persona con secundaria superior. En cambio, en la OCDE dicho promedio es solo un 44%. Esa enorme diferencia ayuda a justificar los aportes privados.

A la luz de esta realidad, parece razonable resolver la tensión antes descrita siguiendo un camino alternativo. En este se respetan los aranceles definidos por las instituciones de educación superior. Los actuales aranceles regulados se entienden como el aporte del Estado al financiamiento del 60% más vulnerable por la duración normal de las carreras. Si hubiese una diferencia se financia con un crédito contingente entregado por el Estado. Los demás estudiantes pueden financiar sus estudios con el mismo crédito contingente. La tasa de interés del crédito es igual al costo de fondos del Estado más un costo de administración, se comienza a pagar si los ingresos de los egresados son superiores a 1,5 salarios mínimos, con tasas marginales que se inician con un 3% y finalizan con un 15% después de tres salarios medios (estas tasas son debatibles, al igual que los parámetros específicos aquí sugeridos). En todo caso, la tasa promedio máxima no puede superar un 10%.

El período de pago debería extenderse por 200 meses. En este esquema de financiamiento, el Estado puede desafiar los aranceles definidos por las universidades si estima que el valor que agregan a sus estudiantes no guarda proporción con los aranceles que cobran (siguiendo una metodología como la de Beyer et al., AER, mayo 2015, o Allende y Cox, CEP, julio 2015) o tomando como referencia la inversión por estudiante, debidamente ajustada, de instituciones de países de la OCDE con buena educación terciaria.

Publicada en El Mercurio.

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