Carl Schmitt entre nosotros. Algunas reflexiones.

18 de Diciembre 2020 Columnas

Durante los últimos quince años, el abogado y filósofo alemán, Carl Schmitt (1888-1985), se ha transformado en un intelectual de presencia constante en la prensa y aulas universitarias locales. Proveniente de una familia de clase media-baja, Schmitt devino en uno de los intelectuales conservadores más importantes en Europa durante el siglo XX. Las fuentes de su conservadurismo son convencionales para su tiempo: catolicismo, nacionalismo, su preferencia por regímenes autoritarios por sobre los democráticos, así como una crítica a las consecuencias de la modernización política, económica y tecnológica. Como teórico y actor político, un hecho clave de su biografía fue la decisión de apoyar el régimen nazi. Las razones de esa militancia son objeto de disputa, su salida del partido polémica, lo genuino de sus convicciones solo lo sabrá su terapeuta (Mehring 2014). Schmitt fue acusado y posteriormente exonerado en los juicios de Núremberg. Fue también un de los pocos intelectuales que nunca explicó, se desdijo o arrepintió públicamente por su participación en ese régimen, lo que le costó no poder volver a enseñar en la universidad una vez terminada la Segunda Guerra Mundial.

Schmitt (2011) es un pensador que defiende una versión organicista de la pertenencia e inclusión nacional: el pueblo es uno, indivisible y basado en una relación permanente e insondable con su cultura y territorio. Su visión de la sociedad está basada en la jerarquía natural entre grupos, las diferencias de género y donde el catolicismo tiene un lugar de privilegio. Su concepción jurídica nos enseña que la constitución es un instrumento al servicio del soberano, que la política democrática no es más que un mito que debe dar paso a un líder fuerte que sea capaz de capturar las pulsiones profundas del sentir del pueblo, que quien invoca principios morales es siempre un hipócrita porque lo único que cuenta es el poder y que la representación de la nación solo es posible sobre la base de su integridad fundamental. Schmitt define la política a partir de la relación amigo/enemigo y busca comprender los vínculos entre derecho y política: qué es una constitución, en qué consiste una decisión jurídica, quién y cómo se ejerce soberanía, cuál es la relación entre política y religión.

Como lo ha mostrado Renato Cristi (2014), Schmitt juega un rol significativo en el proceso de redacción de la Constitución de 1980. Las concepciones de familia, el rol de la religión, la centralidad de la nación, el tutelaje militar sobre el poder civil, un uso del derecho como instrumento para crear el orden social deseado, son todas materias en que la constitución de Pinochet se inspira en las vertientes carlistas del franquismo español, que a su vez están directamente relacionadas con el pensamiento de Schmitt y el fascismo italiano. Este hecho debiese al menos llamar la atención, cuando no generar serias dudas, respecto de la pertinencia de resucitar a Schmitt en el contexto del cambio constitucional que tenemos por delante. Esa es, sin embargo, la situación en la que estamos. En Chile, nos encontramos con dos Carl Schmitt – uno de izquierda y uno de derecha.

El Schmitt de izquierda toma de su pensamiento la distinción amigo-enemigo, la importancia de una soberanía de la decisión y la primacía de la política sobre el derecho en la comprensión del orden constitucional. Cuando Fernando Atria discute estos temas, lo hace en referencia directa a Schmitt, pero su interpretación descansa sobre bases metodológicas muy débiles. Por ejemplo, en su discusión sobre el problema del “nunca más” frente a las violaciones a los derechos humanos en dictadura, Atria desestima la posibilidad de garantizar jurídicamente los derechos humanos. Por el contrario, afirma que la única forma de asegurarlos es mediante su politización:

«La pregunta, entonces, se presenta a sí misma: ¿Cómo podemos elevar estos “derechos” por sobre la política? La respuesta rápida es que no podemos, ya que no hay nada sino política para hacerlo. Creo que ésta es la lectura más interesante de la tesis de Carl Schmitt según la cual la distinción básica que define lo político es la distinción entre amigo y enemigo». (Atria 2003: 74)

Atria saca la única consecuencia posible de esta forma de argumentación: lejos de ser realmente universales, los derechos humanos son contextuales y las violaciones a los derechos humanos solo serían tales si son reconocidas por los propios actores. Cita para ello, aprobatoriamente, al propio Schmitt:

«Un conflicto extremo sólo puede ser reconocido, entendido y juzgado por los propios implicados; en rigor sólo cada uno de ellos puede decidir por sí mismo si la alteridad del extraño representa en el conflicto concreto y actual la negación del propio modo de existencia, y en consecuencia si hay que rechazarlo o combatirlo para preservar la propia forma esencial de vida». (Schmitt, El concepto de lo político, citado en Atria 2003: 75)

Es extraño recurrir a Schmitt aquí. En realidad, el argumento mismo es extraño: una defensa de los derechos humanos que requiere relativizarlos y reconocerlos como derechos manipulables políticamente. Por lo general, la acusación de politización y relativización de los derechos humanos proviene de quienes buscan justificar violaciones antes que defender los derechos humanos. Sin embargo, el argumento es más comprensible cuando vemos que esa es exactamente la crítica de Schmitt a la idea de crímenes contra la humanidad que se comenzó a utilizar contra líderes nazis en Núremberg al finalizar la Segunda Guerra Mundial. El objetivo político de Schmitt en ese contexto es defender a los criminales de guerra Nazi que en su opinión están siendo juzgados injustamente por un derecho foráneo. La intervención de Schmitt es abiertamente política: Estados Unidos, el Reino Unido y la Unión Soviética están solo interesados en una “justicia de los vencedores” frente al régimen nazi que ha sido derrotado (Fine 2000). Schmitt argumenta que los derechos humanos son un mero despliegue cínico de la ideología occidental. En referencia a la necesidad de exonerar a los responsables de la política de exterminio contra los judíos, Schmitt argumenta lo siguiente:

«¿Qué es un «crimen contra la humanidad»? ¿Hay “crímenes contra el amor”? (…) Genocidio, asesinato de pueblos, concepto tranquilizador; yo he vivido un ejemplo en mi propio cuerpo: la expulsión del funcionariado alemán-prusiano en el año 1945 (…) Hay crímenes contra la humanidad y crímenes por la humanidad. Los crímenes contra la humanidad son perpetrados por los alemanes. Los crímenes por la humanidad son perpetrados contra los alemanes». (Schmitt, Glossarium, citado en Habermas 1999: 181)

Para su reinterpretación “progresista” de Schmitt, Atria hace una lectura idealista y ahistórica. Es como si las ideas de Schmitt flotasen en el aire y con total independencia de su contexto histórico, de las intenciones originales de su autor, de la forma en que él mismo las usó políticamente, así como de sus implicaciones semánticas y normativas.

Para dejar en claro lo obvio: no estoy acusando a Atria de condonar violaciones a los derechos humanos ni de relativizar el holocausto. Comprendo que su referencia a la politización y relativización de los derechos humanos busca defenderlos. Pero el remedio es peor que la enfermedad: los derechos humanos están suficientemente relativizados ya como para suponer que los vamos a promover agudizando su politización. Peor aun, la descontextualización que se requiere para leer a Schmitt de esta forma tiene consecuencias muchísimo más cercanas al ideario político del propio Schmitt.

Desde la derecha, el lenguaje con que Hugo Herrera (2019) interpreta el presente proviene directamente de Schmitt. Su idea de la primacía de lo irracional por sobre la deliberación y tolerancia democrática, su apelación esencialista al pueblo cuyas pulsiones son en ultimo término incontrolables, así como sus referencias telúricas al territorio como el elemento que da forma definitiva a la nación pertenecen todas al universo simbólico y moral del pensamiento de Schmitt. Cito dos pasajes de Herrera para ilustrar a qué me refiero:

«Tampoco se deja entender bien la política a partir de criterios predefinidos según reglas morales. En la izquierda (…) se ha extendido una doctrina conforme a la cual la plenitud política y humana es identificada con una praxis público-deliberativa deslindada de lo que se entiende como intereses egoístas o puramente individuales (…) No se atiende críticamente, sin embargo, a que la deliberación pública es un modo de interacción racionalizante (…) En tanto que pública, ella es una forma de interacción ocular, escrutadora, hostil a lo oscuro, lo oculto, a las pulsiones difícilmente presentables, a la radical intimidad que poseen, también, los individuos. Ella permite una cierta plenitud sacrificando otros aspectos del despliegue humano». (Herrera 2019: 19-20, destacado mío)

«Como un dios, el pueblo es un poderío que viene desde un no-lugar, desde allende las delimitaciones cotidianas. Al irrumpir, lo hace con una fuerza que puede llegar a ser la de un dios en la historia, furia destructiva y redentora. Es eventualmente irreprimible, un poder que amenaza el poder, capaz de sobrepasar la corteza de las instituciones y marcar con su cuño colosal y jubiloso el curso de las épocas. El pueblo, como un dios, aterroriza y redime. Su eventual violencia es también la exigencia, en principio legitima, de plenitud. Su impulso no admite refutación. Es el arrebato de su furia y el soplo de su espíritu, es capaz de transmutar la sociedad y la política. Es caos, es justicia». (Herrera 2019: 24, destacado mío)[1]

En este lenguaje juega un rol fundamental la romantización constante de la violencia. En estas citas, referencias al “sacrificio”, “poderío”, “irrupción”, “furia destructiva”, “irreprimible”, “aterrorizar” son directamente tributarias del universo moral y simbólico del fascismo.

Este uso del lenguaje está bien estudiado. Ya a mediados del siglo pasado, el historiador y filósofo Eric Voegelin (1999) mostró que parte importante del éxito inicial del nazismo para legitimarse frente a la población consiste en la tergiversación del lenguaje “romántico” – algo místico, algo poético, algo cursi y bastante exagerado – cuando sale de la esfera estética y se pasa a la política. Estas formas semánticas son constitutivas de la forma en que el nacionalsocialismo buscó crear una nueva realidad que le permitiese justificar el nuevo orden social que buscaba imponer: una crítica a la democracia en aparente apelación a un orden político y moral superior, una crítica al individualismo en aparente apelación a un orden colectivo superior, una critica a la racionalidad en aparente apelación a una redención final.

Adicionalmente, la ambigüedad inherente de este uso del lenguaje permite excusarse de que simplemente se malinterpretan las “alegorías”, para después acusar conspiraciones o mala fe. Pero en una sociedad diversa y plural, por suerte ese pueblo esencial que solo existe en la cabeza del ideólogo y apelar la capacidad redentora de su violencia irrefrenable, no debería ser tomado con tanta ligereza. Si estas ideas son aceptables como parte de la refundación de una nueva derecha, me temo entonces que Atria tiene razón y el “nunca más” de las violaciones a los derechos humanos no es aun una lección bien aprendida.

El trabajo de Herrera está marcado por una contradicción y una ironía. La contradicción es que, a pesar afirmar la necesidad de un pensamiento político marcado por lo local y nacional, Herrera debe omitir el marco general en que sus conceptos surgen y tienen sentido, porque la retórica fascista no puede en la actualidad presentarse como tal.

Su apelación pulsional-telúrica solo se sostiene mediante una descontextualización muy similar a aquel que él mismo, así como Schmitt, critican decididamente en el lenguaje racionalista de la ilustración y la economía. La ironía es que, a pesar de su critica a Atria (Herrera 2020), en realidad Herrera reproduce la misma estrategia idealista de lectura. Por supuesto, esa similitud metodológica no necesariamente hace similares sus visiones políticas.

Quisiera hacer tres reflexiones breves sobre la pertinencia de Schmitt en el contexto contemporáneo. Las tres tienen en común la pregunta ¿Qué hacemos cuando recurrimos a Schmitt para pensar los desafíos del orden social y político contemporáneo?

Mi primera reflexión, metodológica, toma como base la recepción de la obra de Martin Heidegger en su relación con el nazismo. Hoy es un hecho ampliamente aceptado que tanto biográfica como filosóficamente estamos frente a un vínculo constitutivo. No todo lo que Heidegger dijo o escribió se “explica” a partir de ese vínculo político, pero los elementos fundamentales de su proyecto filosófico – la glorificación de la muerte, la pasión por vínculos irracionales, el elitismo de su idea del “ser”, la relación entre lenguaje y territorio, su crítica a la tecnología, así como el antisemitismo – son todos compatibles y están directamente relacionados con el nazismo como ideología (Chernilo 2017, Rockmore 1995, Steiner 1991, Trawny 2015). No es preciso asumir que se deban sacar las mismas lecciones de la biografía de Schmitt que en el caso de Heidegger – aunque, de hecho, tienen mucho en común (Habermas 1997). Pero cuesta comprender que si la historia de las interpretaciones de Heidegger se ha movido en la dirección de complejizar las relaciones entre ideas, biografía y contexto histórico, en estas interpretaciones para resucitar a Schmitt se lo debe inmunizar de su propia biografía. Se trata de una forma bastante provinciana de interpretarlo.

Mi segunda reflexión se toma en serio el hecho de que Schmitt es un teórico político y del derecho. Su filosofía busca comprender la política moderna, así como los usos y abusos del derecho en su relación con la propia política. Los escritos teóricos de Schmitt son siempre también reflexiones interesadas sobre la crisis social de su tiempo, su teoría política no pretendía ser neutra en relación con los eventos de su época; sus juicios respecto de las crisis sociales de su tiempo son parte integral de su pensamiento. Si su adhesión al nazismo fue “un error”, eso debiese llevarnos a desconfiar de su supuesta lucidez intelectual; si la adhesión fue profunda y convencida, entonces su pensamiento es un lastre para cualquier proyecto genuinamente democrático. No estamos hablando aquí de un artista, para quien la adhesión política puede ser considerada un “accidente”. Las apelaciones nacionalistas en las óperas de Wagner, así como la romantización de la violencia política en muchas canciones de protesta de izquierda, nos pueden generar o no rechazo. Pero la separación entre obra y autor no es plausible para el caso de un pensador político como Schmitt, porque es justamente la “importancia” de su razonamiento político la que se esgrime para recuperarlo en el Chile de hoy.

Como le recuerda el filósofo Jacob Taubes (2013) al propio Schmitt, ninguno de nosotros puede estar seguro de que no habría también apoyado a los nazis en ese momento. De hecho, en una formulación dramática, Taubes “agradece” el hecho de que, como judío, no pudo nunca hacerse seriamente la pregunta de apoyar o no los Nazis. Este Schmitt más allá de la historia hace desaparecer aquel vínculo con la política de su tiempo que para él mismo era tan significativo. Se separa la forma teórica general (decisión, dictadura, constitución), su dimensión retórica (pulsiones, pueblo esencial), así como los contenidos sustantivos (nacionalismo, corporativismo, catolicismo, antisemitismo): el propio Schmitt no habría aceptado jamás una separación así (Schmitt 1996). Leer a Schmitt de esta forma implica despolitizar su teoría, rechazando con ello un elemento fundamental de su propio pensamiento, para después argumentar que Schmitt sí es relevante, justamente, para comprender el derecho, la política y sus interrelaciones. La ilusión de que esa separación entre contenidos descriptivos “totalmente neutros”, contenidos normativos “totalmente contingentes” e imágenes políticas “puramente alegóricas” es falaz intelectualmente y peligrosa políticamente.

Mi comentario final nos trae de vuelta al contexto contemporáneo. Los últimos 15 años hemos visto un asalto contra la institucionalidad y valores democráticos en todo el mundo: Egipto, Hungría, Brasil, Turquía, USA. Pero si una preocupación democrática así está en el centro del Zeitgeist contemporáneo global, pensar la política del presente a través de los conceptos de Schmitt es contraproducente.

La crítica de Schmitt al orden burgués ofrece un “canto de sirenas” para el mundo progresista porque se ofrece allí una crítica al instrumentalismo y economicismo “neoliberal”. Pero con los argumentos de Schmitt se contribuye a desfondar aun más los valores democráticos ya amenazados – incluso a pesar de las mejores intenciones. Schmitt ofrece un aparente radicalismo, más armas para el arsenal de una crítica sin cuartel contra las injusticias de la sociedad contemporánea. Pero el precio que Schmitt cobra por esa crítica es explícitamente antidemocrático: se apela a un pueblo esencial, se romantiza la violencia y se reifica la lógica amigo/enemigo. Ello deja al progresismo sin opción para rearticular en qué sentido la justicia, la libertad o la solidaridad pueden ser realmente valores humanos fundamentales.

Al mismo tiempo, y tal vez más grave, se contribuye a otorgar credibilidad a una forma neofascista de pensar la política, la cultura y la identidad que por razones morales debiese pertenecer únicamente al cajón (de los peores) recuerdos del siglo XX. La derecha de Trump y Bolsonaro celebra el fin de la “democracia liberal” y allí recuperar a Schmitt cobra pleno sentido porque rearticula su nacionalismo en clave racista y xenófoba.

La derecha de la que Hugo Herrera hace de representante ideológico no cree en la discusión racional en política, no cree en la fundamentación racional de principios morales, no cree en principios jurídicos como la igualdad ante la ley o la división de poderes, no cree en los crímenes contra la humanidad. Por cierto, no reconocerá tampoco que a ese pueblo endiosado y de voluntad irreprimible no podrán nunca integrarse los extranjeros, quienes se ven, piensan o incluso se visten distinto.

¿Por qué recurrir a un pensador como Schmitt – integrista, conservador, militante del partido Nazi, partidario del franquismo – para esta tarea la democracia? Sería una verdadera tragedia si, para de derogar la constitución de Jaime Guzmán y Pinochet después de 40 años, se termina recurriendo de forma tan significativa a uno de los intelectuales europeos más cercanos al ideario de la propia dictadura. Desde Schmitt, no podemos pensar la diversidad sexual, no hemos de construir un país plurinacional, no tenemos la obligación de garantizar el trato justo a los migrantes, no requerimos justificar la adhesión al derecho internacional, jamás hemos de educar a nuestra policía en derechos humanos, no necesitamos rebalancear la relación entre ejecutivo y legislativo.

Lejos de cancelar, prohibir o censurar, bienvenida entonces la discusión sobre Carl Schmitt. Pero antes de decidir sobre su canonización, invito a reflexionar con claridad sobre qué significa leer políticamente a Carl Schmitt.

(Estas reflexiones son parte del trabajo que, con varios colegas, he venido desarrollando en el marco de los proyectos Fondecyt (1181585 y 1200208). Dado el tono del texto, no los menciono individualmente para no asociarlos a afirmaciones que pueden no compartir. En cualquier caso, ellas tienen un único responsable).

Publicado en  Ciper académico

Contenido relacionado

Redes Sociales

Instagram