Votación, participación y democracia

24 de Octubre 2016 Noticias

A propósito de la reciente elección municipal, donde hubo una abstención cercana a los dos tercios del universo electoral, han surgido muchas voces criticando la falta de participación. Por supuesto que no falta el simplismo a la hora de buscar alguna explicación de este hecho. Y, como si se tratara de un fenómeno homogéneo, se acusa a los no votantes de haber actuado por flojera o comodidad; o bien de ser irresponsables por permitir que por su abstención ganaran unos y no otros; o de ser unos desinteresados generales en la política; o incluso de manifestar poco espíritu democrático (renunciando a un derecho que costó sangre, sudor y lágrimas conseguir luego de una larga y cruenta dictadura). Sea cual sea la razón esgrimida, se acusa al voleo y sin profundizar de verdad en la complejidad del fenómeno.

Desde ya me parece criticable suponer una homogeneidad donde claramente ésta no existe. Las razones para haberse abstenido de votar son variadas, yendo desde el extremo de la desidia y la flojera, que implican un no involucramiento esencial con lo político; pasando por la sensación de no poder hacer ninguna diferencia con votar, puesto que ninguna alternativa de las posibles se visualiza como diferente a las demás; hasta llegar al acto profundamente político de abstenerse para manifestar una molestia hacia un proceso que, producto de desinteligencias administrativas inexcusables entre Servel y Registro Civil, estaba viciado desde su inicio al haberse alterado significativamente el padrón electoral.

Pero sean cuales sean las razones, y a la luz del comportamiento observable en todas las últimas elecciones, lo claro es que cada vez parece existir una menor motivación en los electores por participar con su voto. ¿Es esto una muestra clara de un resentimiento del espíritu democrático de nuestra sociedad? Tal vez la respuesta simplista sería que sí, bajo el entendido de que lo esencial de lo democrático sería manifestar la voluntad personal mediante el sufragio. Pero si analizamos con mayor profundidad veremos que la respuesta ya no resulta tan clara

¿Qué es lo esencial de lo democrático?

Si nos remitimos a su origen, la democracia surge en la antigua Grecia, una sociedad que decidió usar a la voluntad popular como mecanismo de legitimación de su orden social. Y fue así que se le pasó al ‘demos’ (pueblo) el ‘krátos’ (poder). Pero la democracia allí surgida dista mucho de lo que hoy entendemos como tal. Para partir, sólo tenían derecho a participar los ciudadanos varones adultos, dejando fuera a las mujeres, los menores de 20 años, los extranjeros avecindados y, por supuesto, a los esclavos. Por otra parte, el espacio de decisión era la asamblea, donde todos los ciudadanos tenían derecho a voz y voto yendo a discutir al ‘ágora’. Y desde el punto de vista electoral, la mayoría de los cargos se asignaban por sorteo y se conformaban equipos de trabajo. De hecho, se elegía por voto sólo a los ocupantes de cargos que requerían mayor preparación técnica. Todos tenían derecho a participar en las discusiones en forma directa, sin representantes intermedios.

Pero de alguna forma, todo ese complejo sistema de participación ha llegado a nuestros días, quedando anclado en nuestro imaginario colectivo, sólo por la idea de “un hombre, un voto”, lo que se ha transformado en el arquetipo social de lo democrático. Y de tal forma se genera una consigna: “si se vota, es democrático” y nada se dice respecto de la participación, ni de la discusión, es decir, del involucramiento real. Porque para participar de dicha democracia griega, en la que perfectamente a cualquiera podía caberle la responsabilidad de administrar los destinos del colectivo, había que estar convenientemente informado, suficientemente capacitado, absolutamente involucrado.

Entonces cabría cuestionarse sobre ¿qué tipo de democracia estamos defendiendo si nos limitamos a entenderla reduccionistamente sólo como una emisión de voto cada dos o cuatro años?

¿Dónde está la inquietud permanente por informarse, e informarse de verdad (no sólo escuchar aquello que se quiere oír, o eliminar de las redes personales a todos quienes piensan diferente)? ¿Dónde están los espacios de diálogo y discusión cotidiana respeto del tipo de sociedad que queremos construir? Y no sólo conversando sobre lo que no queremos, que es un inicio necesario, sino también pasando a hablar sobre posibles propuestas. ¿Dónde está el interés por manifestarse, por reunirse con otros que piensen igual y no sólo para marchar por las calles cada cierto tiempo (visibilización siempre necesaria) sino también para la creación de iniciativas, proyectos y organizaciones donde se canalicen las inquietudes sociales de cada colectivo emergente? ¿Dónde está el interés por fiscalizar a las autoridades, averiguar en qué se gastan los recursos públicos, consultar la información pública disponible? ¿Dónde está el interés por oponerle algún contrapeso a nuestras autoridades?

Si queremos mantener vivo el verdadero espíritu de lo democrático, debemos ir más allá del simple voto; es necesario participar de manera involucrada. Porque lo esencial de la democracia es dicha participación, no sólo el voto. Mucho menos cuando las alternativas a ser votadas casi nunca son discutibles por las masas ciudadanas, sino que terminan siendo conversadas y negociadas por los círculos de poder y el establishment. Y con esto lo único que se crea es cierta ilusión de democracia, pero que dista muchísimo de encarnar su verdadera esencia.

Sólo cuando entendamos como sociedad que la democracia es algo que está en nuestras manos a diario, no algo que se manifiesta en un acto electoral cada dos o cuatro años, y que de verdad asumamos una actitud más consciente, cuestionadora, fiscalizadora, activa y propositiva, podremos decir de verdad que nos anima el espíritu democrático. De lo contrario, podemos seguir realizando la conducta del deber ciudadano (votando sagradamente en cada instancia que se presente), y aún así nunca dejar de ser un simple peón al servicio de los poderosos, quienes se reparten las alternativas y luego se sientan a ver como la ciudadanía los legitima; con la certeza de que nada ocurrirá que los cuestione hasta el siguiente rito de votación (y que no será otra cosa más que una nueva barajada pero del mismo naipe)

¿Debemos seguir votando? Sin duda alguna. Y es más, incluso volviendo a hacer obligatoria la instancia de sufragio. Pero si nos quedamos sólo con eso, si no nos involucramos de verdad en hacer política en el día a día, no me parece correcto decir que de verdad nos anima un espíritu democrático. En nosotros está el hacernos cargo.

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