Sublimaciones

20 de Junio 2016 Noticias

Como ‘niños mimados’ por el mercado calificó el padre Felipe Berrios a los jóvenes que cometen actos de violencia en las manifestaciones estudiantiles. Es posible que haya algo de eso, pero el factor gravitante en esta espiral de descontrol que hoy sacude las movilizaciones no tiene su raíz en las subjetividades juveniles gestadas en democracia. En rigor, la radicalidad que ahora se expresa en las tomas y marchas estudiantiles es una secuela de las señales que un sector de la sociedad adulta ha venido emitiendo desde hace años, un síntoma viviente de las frustraciones históricas que muchos de los abuelos y los padres de estos jóvenes buscaron sublimar, fomentando la total ausencia de límites.

En el origen de esas señales está de algún modo la generación del golpe militar, aquellos que querían cambiar el mundo y terminaron viendo sus sueños ahogados en sangre por una dictadura. En buena medida, sus nietos representan ahora la posibilidad de redención de esos sueños frustrados, de reencontrarse con proyectos de vida y anhelos políticos interrumpidos; por eso no sólo avalan los objetivos de una causa justa como es terminar con las inequidades del sistema educacional imperante, sino que en muchos casos también justifican o relativizan el que ello pueda hacerse a través de cualquier forma.

En paralelo, en esta idealización de los ímpetus juveniles irrumpe también la derrota de la generación de los ’80, esa que salió la calle durante las protestas e hizo un enorme esfuerzo por derrocar a la dictadura, pero debió al final resignarse a una institucionalidad impuesta por el régimen; a ese cronograma que, aun con Pinochet derrotado en el plebiscito del ’88, aseguraba su continuidad en la jefatura del Ejército hasta 1997 y después un confortable sillón de senador vitalicio, como en los hechos ocurrió. Esa generación debió tristemente asumir que la alteración de ese desenlace no fue articulado por sus esfuerzos, sino debido a una decisión tomada en Europa por el juez Garzón y la justicia inglesa; una decisión que, por lo demás, fue rechaza en su momento por el gobierno de la Concertación.

Y finalmente, la parte inconfesable: la violencia que constantemente acompañó las movilizaciones del 2011 nunca fue cuestionada por la centroizquierda por una razón muy simple: estaba gobernando la derecha y esa violencia era políticamente útil para mermar la legitimidad del oficialismo. Por eso no hubo la más mínima crítica a las tomas, a la destrucción de infraestructura escolar o de bienes públicos en las marchas callejeras. Las razones que hoy llevan al intendente a prohibir marchas y a la alcaldesa de Santiago a ordenar el desalojo de las escuelas estuvieron también presentes durante el gobierno anterior, pero fueron siempre amparadas, justificadas y entendidas por los opositores en función de un elemental cálculo político.

En definitiva, los que revistieron una causa legítima con el halo de sus propias frustraciones históricas hoy deben ejercer el penoso papel de reprimir sus actuales expresiones.

Asimismo, los que en el gobierno anterior sintieron que podían usar al movimiento estudiantil para sus intereses electorales ahora están obligados a comerse sus insultos y su desprecio. En el fondo toda una lección sobre la necesidad de asumir las derrotas propias y no tratar de revestirlas con luchas ajenas. Y más todavía un buen aprendizaje para los que creyeron poder utilizar la causa de un movimiento social para retornar al poder, sin tener que pagar la cuenta.

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