Relevar el género en la Constitución

2 de Diciembre 2020 Columnas

Introducir distinciones de cualquier tipo entre las personas a nivel constitucional implica hacer exclusiones. La perspectiva histórica advierte el riesgo de hacerlas a nombre de la igualdad de género.

Si bien nuestra trayectoria constitucional ha recogido una definición sexuada de individuo —no sólo de ciudadano— que con persistencia ha excluido a las mujeres de la plenitud de derechos, a su vez, la abstracción del principio de igualdad mantiene la puerta abierta para el pleno reconocimiento de éstos al negar las diferencias entre personas. Este ha sido el dilema clásico entre apelar a la igualdad universal y hacer la diferencia de género, jurídicamente expresado en la disyuntiva entre igualdad de trato o consideración especial. La única distinción que el principio de igualdad reconoció fue entre quienes eran individuos autónomos y quienes no. Este fue el caso de las mujeres que eran personas dependientes, siendo excluidas de la comunidad soberana: si ellas no eran dueñas de sí mismas, no podían elegir ni ser elegibles para gobernar a otros.

Por tanto, no fue necesario que las constituciones de 1833 y de 1925 introdujeran distinciones de género, pues era evidente el significado masculino de la ciudadanía y el estatus subordinado de la mujer en la sociedad. Ellas fueron ubicadas en la esfera opuesta a la pública y política, en la privada y doméstica. Así, ha sido construida una frontera —con desplazamientos y alteraciones— entre las relaciones sociales y otras “naturales” que apreciaríamos en la familia. Así enfrentados, los argumentos sobre la irrelevancia del género para la universalidad de derechos, y de la desigualdad inscrita en la sociedad a causa de la diferencia sexual, insisten en equilibrios inestables.

La reforma del año 1999 a la Constitución de 1980 reiteró que las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos, desechando la palabra hombres referida a la humanidad del texto Original; e introdujo, por primera vez, que hombres y mujeres son iguales ante la ley.

Puede que esta nueva articulación haya perdido pertinencia, pero da cuenta de cómo ciertos elementos normativos que están en juego y se expresan en una constitución se desestabilizan y es atinado pensar si deberíamos introducir significados específicos al principio de igualdad o éstos estarían mejor ubicados en otro nivel legislativo. Esta dimensión práctica se concretó en la paridad de la Convención Constitucional y su corolario sería integrar una comprensión específica que las mujeres tendrían de la sociedad, legitimando el debate y enriqueciendo la democracia. El peligro sería convertir estos mecanismos de discriminación positiva en dogmas, porque es obvio que toda posición inicial es un sesgo. El desafío está, y esta es la discusión política sustantiva que merece el principio de igualdad, en entender esos presupuestos para así diluirlos.

Publicado en La Segunda

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