¿Qué protege la prohibición ética a la solicitación?

11 de Marzo 2021 Columnas

El artículo 13 del Código de Ética aprobado en 2011 por el Consejo General del Colegio de Abogados de Chile A.G. prohíbe la “solicitación”, esto es, “toda comunicación de un abogado relativa a uno o más asuntos específicos, dirigida a un destinatario determinado, por sí o por medio de terceros, y cuyo sentido sea procurar la contratación de sus servicios profesionales” (inciso segundo). Como toda prohibición de realizar actos comunicativos (en el Código de Ética hay varias, desde la prohibición de formular declaraciones a la prensa sobre un proceso en curso, cuando ello pudiera afectar la imparcialidad en la decisión del asunto [artículo 102], hasta la más trivial prohibición de revelar información cubierta por el deber de confidencialidad [artículo 46-a]), el artículo 13 lesiona la libertad del expresión del abogado y, como tal, está especialmente necesitada de legitimación sustantiva.

Dar cuenta de un objeto de protección razonablemente vinculado a la prohibición es una manera de proveer esa legitimación (así, la prohibición del artículo 102 protege la imparcialidad y la prohibición del artículo 46-a protege la confianza del cliente en el abogado). Entonces, ¿qué protege la prohibición de solicitación? O, en términos del derecho penal, ¿cuál es el bien jurídico protegido por la norma de prohibición? Esta forma de reconstruir racionalmente la norma (buscar su objeto de protección) se diferencia, naturalmente, de lo que suelen concluir los análisis histórico-sociológicos en torno a la prohibición de solicitación, a saber, que es un mero resabio de pretensiones de control monopólico de la élite profesional frente a la expansión del mercado de servicios profesionales. La función histórica de la prohibición de solicitación es permitirle a la profesión legal un control de la oferta tanto externo “respecto de otras profesiones” como interno “respecto de la pretensión de miembros de clases sociales no aristocráticas de competir en igualdad de condiciones en el mercado de servicios legales”.

Esa explicación da cuenta, por cierto, de la poca apertura que mostraba el Código de Ética de 1948 frente a la publicidad de servicios legales, el cual no solo prohibía la solicitación “directa e indirecta”, sino que sustentaba dicha prohibición en estándares aristocratizantes de abogacía virtuosa. El artículo 13 del código antiguo exhortaba a evitar “escrupulosamente” la solicitación, para efectos de formar clientela “decorosamente” (la regla solo permitía al abogado hacer publicidad por medio del “reparto de tarjetas meramente enunciativas del nombre, domicilio y especialidad”). Hasta el año 2004, al menos, cuando el Colegio de Abogados decidió actualizar la prohibición por medio de una norma interpretativa (en rigor, la introducción de un permiso fuerte para publicitar servicios legales en revistas especializadas y páginas web), insistió en estándares de “sobriedad”, “compostura”, “dignidad”, y “decoro” de la profesión. El Código de 2011 liberalizó la práctica publicitaria del abogado, sujetándola solo a estándares de honestidad, evitación de la manipulación y respeto a bienes de terceros (artículo 12), dejando a la prohibición de solicitación necesitada de una justificación que no dependa de virtudes aristocráticas.

El principal candidato para cumplir esa función justificatoria es la “autonomía del cliente”. La comunicación del abogado que procura la contratación de sus servicios, sostendría el argumento, lesiona o afecta la capacidad del destinatario de deliberar libremente respecto de su intención de contratar, o no, servicios legales. Pero el argumento de la autonomía no es plausible si por “autonomía” entendemos la capacidad de todo agente racional de tener deliberaciones de segundo orden respecto de sus intenciones y creencias. Una comunicación dirigida no afecta necesariamente esa capacidad. El destinatario siempre puede responder “no”. Si es este el caso se abren tres posibilidades: (a) una justificación consecuencialista para la prohibición, fundada en el riesgo de exceso de litigiosidad (que acarrea otros problemas, como la sobrecarga de la administración de justicia) que la libertad de solicitar abre; (b) la postulación de una autonomía decisional “falible”, menos idealizada que aquella que estamos acostumbrados a atribuirle a agentes racionales, y (c) una suerte de opción mixta, que sin asumir autonomía decisional infalible, reprocha al abogado que toma la iniciativa en la formación de la relación profesional, en tanto “vicia” una relación que idealmente debiera configurarse como un concurso libre de voluntades.

El inciso tercero del artículo 13 (del Código de 2011) establece que “no constituyen solicitación” las comunicaciones dirigidas (entre otros) a quienes fueron o son clientes del abogado, a los amigos del abogado, a otros abogados y a órganos del Estado. Las excepciones descansan en la razonable suposición de que estos destinatarios poseen algún conocimiento de la manera en que funciona un sistema jurídico, ya sea porque se espera que tengan ese conocimiento o porque lo han adquirido de su relación con el abogado que solicita. Se suele sostener que estas excepciones se justifican porque en estos casos no hay “asimetría de información” entre abogado y potencial cliente, o bien, no hay posibilidad de aprovechamiento del estado de vulnerabilidad del destinatario de la solicitación (lo que arriba denominé “autonomía decisional falible”). Esta comprensión parece confirmarse en el cuarto y último inciso del artículo 13, que prohíbe cualquier acto de comunicación orientado a procurar la contratación de los servicios del abogado “si media engaño, hostigamiento o aprovechamiento abusivo de la situación o estado de vulnerabilidad” del destinatario.

La pregunta es: ¿es esta una contraexcepción a las excepciones que configura el inciso tercero, o una mera explicitación del objeto de protección de la prohibición de solicitación en casos normales? En opinión del suscrito, debe entenderse que dichos elementos normativos operan como contraexcepciones, es decir, casos en los cuales, a pesar de existir un vínculo entre el abogado y el receptor (que nos permite asumir que el segundo conoce o entiende en alguna medida los procedimientos y formas jurídicas), el hostigamiento o la vulnerabilidad nos permiten sospechar que la autonomía decisional falible del receptor debe ser protegida de la misma forma en que se protege la autonomía de terceros ajenos al abogado (o sea, volvemos a la regla general). No es problemático entender la solicitación como un injusto pluriofensivo. La prohibición puede proteger la autonomía decisional del receptor y, a la vez, la administración de justicia (evitar el exceso de litigiosidad). Pero en ningún caso la norma exige hostigamiento, manipulación o aprovechamiento de vulnerabilidad para configurar el injusto en casos normales (no mediando una relación personal con el abogado, por ejemplo). Basta una comunicación del abogado, relativa a un asunto específico, dirigida a un destinatario determinado, “cuyo sentido sea procurar la contratación de sus servicios profesionales”.

La delimitación del objeto de protección no supone un juicio definitivo sobre los elementos normativos de la prohibición de solicitación que la distinguen de la práctica publicitaria. Así, el reparto de tarjetas informativas en la vía pública no constituye solicitación, sino publicidad, porque no hay “asunto específico”. De la misma forma, el envío de correos electrónicos a una base de datos también puede contar como publicidad si no hay destinatario “determinado”. Pero el énfasis en la autonomía decisional falible del receptor, por oposición a la noción idealizada de autonomía racional infalible, nos permite defender cualquier imputación de solicitación cuando la comunicación se dirige a un receptor lego, de nuevo, aun cuando no haya hostigamiento, manipulación o aprovechamiento. En estos términos, se equivocó el Tribunal de Ética del Colegio de Abogados A.G. al fundamentar su decisión N° 8912 (2014) de sancionar a un abogado por quebrantar la prohibición del artículo 13, en consideración a que el abogado reclamado había enviado dos correos electrónicos a un potencial cliente, con conocimiento de que sería objeto de una investigación de parte de la Fiscalía Nacional Económica. En respuesta al primer correo el receptor le hace saber al reclamado que ya cuenta con representantes, ante lo cual el reclamado insiste manifestando “no querer dejar pasar la oportunidad de estar presentes [el estudio de abogados]”.

En opinión del Tribunal de Ética, es el segundo correo el que configura la solicitación: “En opinión de este tribunal, el reproche en contra del reclamado no deriva del primer correo electrónico [”¦] con fecha 28 de julio de 2012, sino del segundo de ellos, fechado el día 29 de julio de 2012” (cons. 14°). El primer correo constituye, para el tribunal, una “consulta preliminar” (id.). El razonamiento es errado y contradictorio con la interpretación del injusto de solicitación como “figura de peligro” y, por tanto, “reprochable cualquiera sea la reacción del destinatario”, que más abajo ofrece el tribunal (cons. 18°). El error radica en sostener que el hostigamiento es condición necesaria para la configuración del injusto (para el tribunal no hay afectación a la autonomía decisional del receptor lego en el primer correo electrónico, porque este siempre puede responder “no”, pero sí la hay en el segundo correo, porque en ese caso lo que hay es hostigamiento). Reconstruir racionalmente la prohibición ética a la solicitación de abogados provee de sentido a la regla, más allá de la explicación histórico-sociológica que se pueda ofrecer de su inclusión en códigos de ética. Por cierto, el ejercicio no provee a la regla de un fundamento independiente de, por ejemplo, el criterio de legitimación de la prohibición a la competencia desleal. Pero esta superposición de intereses protegidos se puede predicar de muchas otras normas clásicas de la regulación ético-disciplinaria de abogados.

En opinión del suscrito, no podemos cerrarnos a la tesis de que esta regulación deba su existencia a un mero accidente histórico: a la pretensión histórica de la profesión organizada de protegerse de la regulación jurídica general. Si esa tesis convence, la regulación ética debiera tender a desaparecer y fundirse con la regulación jurídica contractual, extracontractual, administrativa, procesal y penal. Hasta que eso no ocurra, estos ejercicios de reconstrucción contribuyen a dotar a las normas éticas de legitimidad autónoma, como parte de un sistema regulatorio cuya función primordial es administrar las tensiones inherentes a una profesión que sirve celosamente a los intereses del cliente, a la vez que contribuye a la defensa de la correcta administración de justicia.

Publicado en El Mercurio Legal

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