Prisión preventiva y alta corrupción

24 de Enero 2024 Columnas

¿Debe imponerse prisión preventiva a un imputado por delitos graves de corrupción, como el que se imputa a Cathy Barriga?

La discusión en la opinión pública tiende a tomar ribetes de inmediatez: no decretar prisión preventiva es expresión de impunidad y privilegio. Pero detrás de esta discusión se esconden aspectos cruciales del funcionamiento de la justicia penal.

El conflicto central respecto a la prisión preventiva se asienta sobre una tensión. El sistema penal distribuye consecuencias graves por hechos, incluyendo ante todo la prisión, como consecuencia de que una persona sea condenada. Ello supone, sin embargo, asegurar que el imputado esté presente en el juicio. Además, no hay mayor contribución a la seguridad allí donde es probable que un imputado perpetre nuevamente delitos después de ser sometido a juicio. La prisión preventiva solo pretende compensar estos déficits.

Desde hace ya más de una década, estos presupuestos no se reflejan en el comportamiento del sistema. La proporción de ingresos a prisión preventiva ha crecido sostenidamente. En 2011 se imponía una prisión preventiva por cada cuatro condenas. En 2023, dos por cada tres.

Este comportamiento se explica, en parte, por dependencia. Respecto de poblaciones con altos niveles de reincidencia y percepciones de peligro, el sistema chileno se ha demostrado incapaz de constituir formas de cautela creíbles distintas de la prisión preventiva. Eso explica la altísima tasa de prisión preventiva en delitos de robo o drogas.

Ese no es el fenómeno, sin embargo, detrás del caso Barriga. La probabilidad de que reincida es cercana a cero: no detenta el cargo que le permitió cometer delitos; atrae atención mediática que genera estructuras de control del tipo de delitos que se le imputan, etc. Otras formas de custodia sí parecen efectivas para evitar la fuga.

En casos como este se manifiesta la (creciente) adicción del sistema chileno a la prisión preventiva. Esta se moviliza como símbolo de justicia. Tres factores contribuyeron a ello: la pena esperable tendía a ser de firma mensual; hay un alegato de injusticia social de que la prisión preventiva no se imponga para imputados de alto estatus; y en la audiencia los medios de comunicación marketean a la formalización como instancia de juicio.

Nada de esto tiene mérito. La expectativa de pena cambió radicalmente en los últimos años. En casos de corrupción grave, las leyes 21.121 y 21.595 aumentaron la probabilidad de que se imponga una pena efectiva. Y es cierto que la probabilidad de reincidencia se distribuye desigualmente entre poblaciones delictivas de distintos estratos sociales, pero intentar corregir esa desigualdad a propósito de la prisión preventiva solo puede llevar a deformación.

Por primera vez desde que empezó a manifestar la adicción a la prisión preventiva, los tribunales han reaccionado para contrarrestarla. En esto deben ser respaldados.

Publicado en La Segunda

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