El debate político está crispado. Resulta imposible ponerse de acuerdo, los argumentos se hacen más para los ya convencidos que para intentar persuadir a quienes no lo están. Los lugares comunes se repiten sin cesar y, entre más se las refuta, las mentiras parecen adquirir mayor credibilidad. No estamos frente a un fenómeno nuevo (basta revisar documentales del período de la Unidad Popular o de los meses anteriores al plebiscito de 1988). Tampoco se trata de un fenómeno específicamente local –un “griterío” igual o peor domina, por ejemplo, la política norteamericana y británica a lo menos desde los triunfos del Brexit y Trump en 2016–. No podemos predecir el futuro, pero parece muy probable que este nivel de crispación seguirá presente pase lo que pase el 4 de septiembre. Incluso puede intensificarse más si, como parece, el resultado del plebiscito resulta estrecho.
Una forma de comprender el diálogo de sordos en que nos encontramos es preguntarse qué clase de argumentos se hacen en la esfera pública, en busca de qué objetivos y desde qué posiciones sociales. El caso de la actual discusión sobre plurinacionalidad ilustra con claridad cómo se movilizan ideas, intereses e identidades en el debate público.
Para el caso de la plurinacionalidad, eso significa buscar nuevos compañeros para conseguir los fines propuestos y, en esas alianzas, dirimir qué cuestiones son intransables y sobre cuáles se puede negociar. Es clave, entonces, reconocer qué argumentos son adecuados a las necesidades de distintos momentos y cuáles no: compensaciones territoriales y autonomía judicial (relativamente acotada), sí; autodeterminación política y tomas violentas de terrenos (al menos por ahora), no.
La tercera forma de ingresar al debate público consiste en expresar, en dar visibilidad, a nuestras identidades personales y culturales; se trata sobre todo de mostrar quién uno “es”. Lo propio de la reivindicación identitaria es dar nombre y presencia a grupos minoritarios o que han sido tradicionalmente marginados en su participación política. Por supuesto, también en este caso se puede intentar convencer a otros(as), así como también obtener determinados beneficios concretos.
Pero a diferencia de los casos anteriores, cuando se trata sobre todo de afirmar quién uno es, no hay demasiado margen de negociación. Sin duda esta es la dimensión en que la plurinacionalidad expresa con mayor intensidad su verdadero carácter de lucha por el reconocimiento. No es sorpresa entonces que, a medida en que se acerca el hito clave del plebiscito, crezca la tensión. En el plano de la identidad, parece inevitable vivir esa experiencia como una apuesta “todo o nada”.
Publicado en El Mostrador