Nueva Constitución y nombramientos supremos

14 de Septiembre 2021 Columnas

Es incierto si el nombramiento propuesto por el Gobierno para la Corte Suprema se aprobará en el Senado. Esta incertidumbre no es nueva. Desde hace años los nombramientos de la Corte vienen siendo objeto de refriega política, la que en más de alguna ocasión ha dejado heridos a algunos de los mejores jueces que tiene el país.

Este lamentable estado de cosas no se debe tan solo, ni principalmente, al deterioro de nuestra política. Tampoco a un defectuoso mecanismo de designación. Su principal causa reside en la incapacidad de la comunidad legal para definir quiénes debieran estar en la Corte y persuadir de ello a los políticos que deben realizar los nombramientos. Esta falencia se debe a la radical indefinición sobre las funciones de la Corte y la consiguiente pérdida de consenso en lo que caracteriza a un buen ministro para dicho tribunal.

Hay quienes piensan que la función de la Corte es promover el progreso social. Esta opinión es alentada por algunos de sus ministros, que se esfuerzan en demostrar cómo la Corte puede garantizar el acceso a bienes que el Gobierno y el Congreso niegan: ¿no ha sido acaso la Corte la que ha reconocido el derecho a un mínimo de agua? ¿No ha sido ella la que ha ordenado el tratamiento de graves enfermedades?

De aceptar que esta es una legítima función de la Corte se siguen dos consecuencias. En primer lugar, el nombramiento de sus miembros inevitablemente reproduce la descarnada lucha por conquistar espacios de poder político. ¿Por qué sería dicho nombramiento distinto de la campaña por lograr un escaño en el Congreso o un cargo de ministro si, en definitiva, todas estas autoridades comparten la responsabilidad de establecer prioridades en la provisión de bienes limitados? Por otra parte, el conocimiento del derecho no ofrece ventaja alguna para definir tales prioridades. Entonces, ¿por qué reconocer a la comunidad jurídica autoridad alguna en la decisión de quienes deben llegar a la Corte?

Pero es un error atribuir a la Corte la función de promover el progreso social. Lo cierto es que el plan GES y la Ley Ricarte Soto valen más que miles de recursos de protección. Una reforma legislativa a las isapres podría resolver de una plumada lo que hoy se corrige solo imperfectamente mediante miles de recursos de protección que es necesario presentar año a año para evitar el alza del precio de los planes, de paso desviando recursos de salud a unos pocos abogados.

La principal función de la Corte debiera ser desarrollar una jurisprudencia uniforme. Para ello sería necesario quitarle la mayor parte de las competencias que hoy tiene, que van desde aspectos disciplinarios hasta el informe de proyectos de ley que inciden en la judicatura. Sería asimismo imprescindible hacer reformas orgánicas, que aseguren una integración estable de la Corte. El proceso constituyente ofrece una oportunidad única para lograr estos objetivos. Si lo consigue, la comunidad jurídica podrá contribuir a definir qué características debe reunir un juez supremo y a identificar a las personas que mejor satisfacen dicho perfil.

Publicada en El Mercurio.

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