La Ventana de Overton

28 de Marzo 2019 Columnas

Corría 2012 y la campaña municipal estaba en tierra derecha. En un programa televisivo, Josefa Errázuriz se declaraba partidaria del acuerdo de vida en pareja, pero no todavía del matrimonio igualitario. Respecto de la adopción homoparental, agregaba que aún no se formaba una opinión definitiva. En ese entonces, Chile ni siquiera tenía acuerdo de vida en pareja. Aun así, el mundo progresista le cayó duro a la candidata por Providencia (sin considerar, entre Otras cosas, que se trataba de una señora mayor que habitó un tiempo más conservador y que nunca se presentó a sí misma como la campeona de las causas liberales). De pronto, estar en contra de una determinada política —que hasta hace pocos años era derechamente impensable— era como confesar un crimen. Debates éticos, que admitían varias posiciones razonables, se volvieron más estrechos por la exigencia de uno de los bandos. La ventana del discurso público tolerable, parafraseando al politólogo Joseph P. Overton, se achicó.

Este no es un fenómeno local. Disectando las causas de la victoria de Trump, el columnista británico Edward Luce sugiere que, en los años previos, la izquierda estadounidense cayó en la tentación de presentar la última moda del pensamiento progresista como una verdad moral incontrovertible. El diálogo político dejó de tratarse de convencer a la gente de los méritos de un caso, se lamenta, y empezó a tratarse de la perversión de nuestros contradictores. En la misma línea, Mark Lilla sostiene que los demócratas comenzaron a tratar cada asunto “como si se tratase de un derecho inviolable, sin espacio para la negociación, e inevitablemente presentando a sus oponentes como monstruos inmorales, en vez de simplemente como conciudadanos con visiones distintas”. Esto pasa especialmente en los campus universitarios, agrega Lilla, donde la vigilancia de discurso es implacable y los pecados veniales se inflan como si fueran mortales.

Desde esos campus, donde se demandan espacios seguros para no escuchar ideas que violentan la conciencia del estudiantado (y de algunos profesores), se podría argumentar que la exclusión de discursos barbáricos es efectivamente una señal de progreso. Hace treinta años era peor visto, socialmente hablando, un homosexual que un homofóbico. En la actualidad, parece ser a la inversa. Desde una perspectiva ética liberal, eso es un evidente progreso: se amplían los derechos, gana la tolerancia, se fortalece la igualdad ciudadana. Sin embargo, es posible que esa relación sea inversa solo en los circuitos culturales progresistas. De esos círculos nace la aspiración buenista de achicar la ventana de Overton, para que afuera queden los homofóbicos, los misóginos, los xenófobos, los racistas y, en general, todo lo que huela a fascismo.

El problema que se genera es doble. Por un lado, porque el apuro en diagnosticar perversiones políticas sacrifica la rigurosidad del diagnóstico. Muchos de los estudiantes que se han opuesto a la visita de José Antonio Kast a sus universidades no se han dado el trabajo de explorar con sentido crítico su propuesta más allá de la frase sensacionalista. Les ha salido más fácil colgarle el rosario de etiquetas antes descritas. Esto no significa que las ideas de Kast sean intelectualmente consistentes o políticamente apropiadas. Pueden ser un bodrio tanto en la teoría como en la práctica. Yo, al menos, así lo creo. La pregunta es si acaso sus posiciones deben quedar desterradas de la provincia del desacuerdo razonable en una sociedad pluralista. Los manifestantes contra el Prosur de Piñera llamaron fascistas a todos los presidentes que vinieron a poner su firma. Así, sin más. Pasándose siete pueblos. Ahora bien, quizás crean que cualquier expresión de derecha es fascista. Eso sería dejar la ventana de Overton en ventanilla.

El segundo problema es estratégico. La ventana se achica, dijimos, cuando las visiones que antes eran tolerables dejan de serlo. Muchos delos que se quedan fuera perciben que esa transformación no ha sido el legítimo producto de un consenso cultural, sino más bien una imposición del progresismo y su famosa corrección política. Mientras algunos prefieren pasar piola para no violar códigos y ser víctimas de la policía tuitera, otros, se radicalizan. Hablan fuerte y claro, más fuerte y claro de lo necesario, porque también se niegan a negociación entre el cambio y la continuidad. Esla mentalidad reaccionaria, que se para de igual a igual y devuelve ojo por ojo. Es lo que hace atractivo a Kast.

 El fenómeno da cuenta de una tendencia humana que se habría exacerbado por las redes sociales. Una de las promesas de Internet era su capacidad de unir mundos y abrirnos al conocimiento. Lo terminamos usando para juntarnos entre los que ya pensamos lo mismo, reforzando la idea de que nuestras intuiciones políticas son rectas mientras que las del adversario son corruptas. Opiniones que difieren, aunque sea ligeramente, de las nuestras, se reciben con “ufff” y “cerremos por fuera”. Es ese mundo donde “ustedes” siempre están pensando y diciendo brutalidades. Como casi todo violenta, el cargo se trivializa. Cuando de fondo hay ruido blanco, se hace difícil distinguir los enunciados realmente problemáticos de aquellos que admiten una que otra vuelta, por último en consideración al contexto.

Si la ventana se sigue achicando y el cerco se sigue corriendo hacia un extremo del eje político-cultural, y eso se traduce en castigo social a la discrepancia, se balcanizará el debate y volaremos los puentes que construyen la amistad cívica. En ese sentido, hay un interés público en mantener la ventana relativamente abierta para discutir un ámbito de posiciones e ideas que cumplen un mínimo de razonabilidad, aunque no interpreten exactamente nuestra propia sensibilidad moral.

Publicada en Revista Capital.

Contenido relacionado

Redes Sociales

Instagram