La política

4 de Septiembre 2022 Columnas

Octubre del año 2019 marcará para siempre un antes y un después en Chile. La impresionante evolución de los indicadores agregados de los 30 años previos —del PIB per cápita, de la pobreza monetaria, e incluso de la desigualdad de ingresos— hacía creer que el país era un oasis en la región. Pero por real y relevante que haya sido la dinámica de esos índices, detrás había un importante descontento ciudadano. Varios cientistas sociales llevaban ya una década alertando sobre la demanda por igual dignidad que se hizo patente entonces. La ciudadanía llevaba tiempo haciendo ver sus múltiples demandas al sistema político. Las marchas de los pingüinos en el 2006 fueron seguidas en años posteriores por diversas movilizaciones masivas. Los universitarios, los regionalistas de Aysén, los pensionados y las feministas, entre otros, llevaron a las calles sus demandas a la clase política.

Al mismo tiempo, las encuestas pusieron sistemáticamente de relieve los rezagos en pensiones, salud, educación y seguridad que caracterizan al país. Pero el sistema político fue (y ha sido) incapaz de responder a esas demandas, con graves dificultades para hacerse cargo de los problemas que aquejan la vida cotidiana de las personas. ¿Cuántos años lleva el Congreso discutiendo reformas al pilar contributivo de pensiones? ¿ Y al sistema de salud, la capacitación, las salas cuna y Carabineros, entre tantos otros? La dinámica de la Convención también dejó en evidencia la dificultad que ha tenido la política para escuchar e incluir a personas y comunidades que experimentan problemas que el Estado no ha sido capaz de abordar. La desconfianza ha quedado patente de lado y lado, donde se demanda dejar en la Constitución la solución a ese problema que ya no puede esperar o. Amarrar lo que en una democracia quedaría para una ley.

El desapego ciudadano hacia el sistema político (Congreso, partidos) tiene una razón de ser: se percibe como sordo a sus problemas y demandas. ¿Por qué? Sin ser experta, aventuro dos posibles explicaciones que no son excluyentes entre sí. Una es que la élite política se alejó de la ciudadanía. Previo a la dictadura estaba inmersa en juntas de vecinos, sindicatos y federaciones estudiantiles. Ello se perdió con la dictadura, pero hubo un esfuerzo por renovar esa relación al recuperarse la democracia. En un país tan desigual y segregado como Chile, el desarraigo social hace muy difícil a la élite política comprender las urgencias de la vida diaria que experimentan otros. La otra es que el sistema político no favorece la colaboración. A pesar del régimen fuertemente presidencialista, el Ejecutivo, cualquiera sea su signo, tiene grandes dificultades para conseguir la aprobación legislativa de las reformas comprometidas con la ciudadanía en las elecciones. Por un lado, no alcanza mayoría en el Congreso y, dada la alta fragmentación, enfrenta no a una, sino que a múltiples oposiciones. Por el otro, estas oposiciones no tienen incentivos a colaborar con las reformas de un Ejecutivo en minoría. Al contrario, buscan formas para entorpecer su trabajo, con un uso desmedido de recursos como las censuras ministeriales o con reformas para soslayar normas constitucionales como la iniciativa exclusiva presidencial.

Independiente de lo que suceda en el plebiscito de hoy, el país necesita un sistema político y electoral que reduzca la fragmentación y favorezca la cooperación política, Esa es una tarea pendiente tanto si se aprueba como si se rechaza la propuesta de texto constitucional El país también necesita que la ciudadanía pueda incidir en las decisiones que atañen sus propias vidas. Los mecanismos que hoy existen (los plebiscitos comunales y la Ley 20.500 de Asociaciones y Participación Ciudadana en la Gestión Pública) son claramente insuficientes. La descentralización política y administrativa, y la instalación de mecanismos de democracia directa bien diseñados son posibilidades reales para que las demandas ciudadanas repercutan. Juntar firmas para incidir en la política es una forma realista y civilizada de hacerse oír. El simplismo y el blanco y negro que han caracterizado la discusión pública reciente en torno a los cambios que el país necesita han dejado poco espacio para la diversidad y los matices.

La colaboración que se requiere para una política legitimada pasa por superar el debate superficial y hostil en el que al final todos perdemos. ¿Qué acuerdos transversales se pueden construir para lograr una institucionalidad política legitimada? ¿Cómo configurar un sistema político más involucrado y sensible a las urgencias ciudadanas? ¿Cómo incorporar a esas voces que la política no ha sido capaz de representar? El proceso constituyente no termina hoy; es tarea de la política administrar de buena manera la necesidad de cambios que sigue en pie.

Publicado en El Mercurio

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