La pandemia, el tiempo y la escuela

2 de Abril 2020 Columnas

Si algo nos arrebató esta pandemia – además de vidas – fue la sensación de controlar el tiempo. Como pocas veces en la historia reciente, vivimos en la incertidumbre de no avizorar ni controlar qué nos deparará el futuro. Y aunque sabemos que es virtualmente imposible predecir lo que aún no acontece, sí vivimos en una época en que el control del tiempo – o la sensación de controlarlo – se ha vuelto fundamental para el funcionamiento del sistema político, económico y social.

En nuestro sistema político, las autoridades asumen por periodos de años determinados y hay que elegirlas o reelegirlas al finalizar cada ciclo electoral. Las empresas funcionan sobre la base de metas a largo, mediano y corto plazo. Los economistas estudian los ciclos económicos. En el caso de la sociedad, nuestras acciones cotidianas están sujetas aunque sea a un mínimo control del tiempo. Cumplimos ciertas rutinas para nuestras actividades diarias, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos y los horarios nos rodean por todas partes.

Todo esto ha quedado en entredicho a causa de esta pandemia. El confinamiento en nuestros hogares (para algunos, voluntario y para otros obligatorio) ha reconfigurado nuestra relación con el tiempo. Para quienes pueden trabajar desde su hogar, ya no existe la necesidad de salir y de enfrentarse a las rutinas y horarios impuestos por otros. Al mismo tiempo, vivimos con una sensación de incertidumbre, pues no sabemos cuándo irá a terminar esta crisis, lo que elimina cualquier posibilidad y necesidad de planificar algo sea para la próxima semana o el próximo año. Esa incertidumbre aumenta nuestra angustia, porque el virus no tiene plazo, pero nuestra vida está estructurada en función de plazos, metas y rutinas.

Un ámbito en que esto se aplica con mayor crudeza es el de la educación escolar. No existe probablemente institución más sometida al control del tiempo que la escuela. Se rige por un calendario académico que se inicia en marzo y termina en diciembre, con fechas de vacaciones, feriados e interferiados estipuladas a priori. Se planifican también entregas de notas anuales, semestrales, mensuales y las evaluaciones se calendarizan con antelación para que así los alumnos organicen su tiempo de estudio. La duración de la jornada escolar está regulada por ley y las horas semanales destinadas a cada asignatura están reguladas por un decreto específico, a partir de la cual se organiza el tiempo diario de profesores y alumnos. Esto es tan crucial, que las más grandes polémicas recientes sobre algunas asignaturas no se trataron tanto del contenido de lo enseñado, como de las horas semanales destinadas a su estudio.

La expansión del coronavirus y la consiguiente suspensión de clases decretada por el Ministerio de Educación, ha obligado a repensar este esquema. Sin clases presenciales y obligados a permanecer en sus hogares, súbitamente, estudiantes y profesores se han visto forzados a improvisar una nueva modalidad educativa: la modalidad a distancia. Por un lado, profesores produciendo frenéticamente “material” (guías, videos, presentaciones de power point, entre otros) para que sus estudiantes trabajen en sus casas y, por otro, niños y jóvenes que esperan que sus padres o alguien se hagan un espacio en medio de sus obligaciones laborales para poder acompañarlos y orientarlos en el desarrollo de estas actividades. La situación tiene un gran pie forzado, ya que la escuela precisamente tiene como una de sus grandes virtudes la organización del tiempo en función de los aprendizajes, no así el hogar. En teoría, en la escuela cada momento del día propende de alguna u otra manera hacia la formación integral de niños y jóvenes. Prácticamente no hay momentos muertos. Incluso en el recreo o en el almuerzo, por medio de sus interacciones cotidianas entre pares, los estudiantes desarrollan habilidades y actitudes de convivencia social que derivan en un fortalecimiento de sus competencias ciudadanas. No hay guía, video, o presentación de power point que reemplace a la escuela en este sentido.

Si vamos a la historia, uno de los primeros ejemplos de escuela moderna, diseñado por Joseph Lancaster en Inglaterra durante 1798, aspiraba a mantener a los hijos de los trabajadores industriales aprendiendo “cosas útiles” durante un periodo de 6 a 8 horas diarias en un espacio destinado para ello. Para Lancaster era primordial que todo momento del día tuviese un quehacer, una actividad (algo muy repetido hoy en día, por cierto, por los promotores de la pedagogía activa), y cada actor con una función específica: el maestro, los monitores (alumnos mayores o aventajados que llevaban a cabo el proceso de enseñanza) y los alumnos que recibían las lecciones. Todo esto lo llevó a sistematizar en varios manuales que se difundieron globalmente la organización de la escuela, y el control del tiempo expresado en detalladas rutinas diarias. Fue en este ejemplo, de hecho, que se basó Michel Foucault para su radical crítica hacia la escuela como institución, pues para él, era este aspecto, el control del tiempo, una de las expresiones más importantes de la “biopolítica”. Aunque claro está, Foucault no experimentó la actual pandemia.

Paradojalmente, ha sido otra medida coercitiva del Estado (Foucault también analizó las cuarentenas) la que hoy tiene a miles de estudiantes sin control de su tiempo escolar y a sus respectivos padres y madres haciendo lo imposible por acompañarlos en el cumplimiento de sus obligaciones escolares. Evidentemente, compatibilizar esto último con el tiempo destinado al trabajo ha resultado un imposible en muchos hogares, lo que inevitablemente incide en la calidad de los aprendizajes. Como dice el refrán, tendemos a valorar algo cuando no lo tenemos y en este caso, es evidente que para muchos padres y madres esto ha incidido en revalorizar la escuela como espacio. Y es que el coronavirus nos ha dado la oportunidad de asumir, en tiempos en que abundan las críticas contra esta institución, que es la escuela la que está destinada por antonomasia a organizar de manera eficiente el tiempo de nuestros hijos en función de sus aprendizajes y que ningún sucedáneo a distancia puede reemplazarla.

Publicada en El Mostrador.

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