La Constitución y los animales

12 de Marzo 2021 Columnas

No estamos sólo en el mundo. Compartimos su espacio limitado y sus recursos con otros seres. En tanto poseen un sistema nervioso central, algunos de ellos son sintientes. Es decir, las cosas pueden ser mejor o peor para ellos desde su propia perspectiva. Los llamamos animales. Por cierto, se trata de un uso conceptual engañoso y defectuoso que, en el lenguaje ordinario y en la imaginería popular, los opone a los lectores de estas líneas y a su autor: animales pertenecientes a la especie homo sapiens.

Más allá de la capacidad de sentir, algunos animales muestran altos grados de complejidad emocional, inteligencia, autoconsciencia –es decir, una representación de ellos mismos como sujetos singulares inmersos en relaciones y que se despliegan temporalmente–, sistemas de comunicación, capacidad de establecer relaciones sociales complejas y, por cierto, desarrollo de culturas (conocimientos adquiridos, así como uso de herramientas que se traspasan generacionalmente).

¿No debieran gozar individuos tan similares a nosotros (admitiendo la existencia de gradualidades) de una protección constitucional que, en asuntos fundamentales, se asemeje a la que nos arrogamos a nosotros mismos?

Como es conocido, Descartes sostenía que, a diferencia de los seres humanos que tienen una mente (lo divino en nosotros), los animales son sólo cuerpos, cuyas acciones resultan completamente explicables mediante la disposición de sus órganos y sus emanaciones. Serían «máquinas sin alma» (parte quinta del Discurso del método (1637)). Sin estados mentales los animales serían autómatas y, por tanto, el trato que les dispensáramos no podría hacerlos sufrir. Este tipo de entendimientos están hoy completamente desfasados del avance científico. También lo están las explicaciones exclusivamente conductistas del comportamiento animal. En muchos casos, la explicación de su comportamiento requiere recurrir a estados mentales como creencias y deseos. La etología, la ciencia que estudia el comportamiento animal, de la mano de la psicología experimental, ha avanzado mucho en los últimos años, evidenciando que muchas afirmaciones consideradas largo tiempo como indubitables (por ejemplo, que los peces no sienten), no son tales. Sin embargo, si bien parece estar ganando espacio en la opinión pública (y en las legislaciones y las cortes) una cierta posición contraria al sufrimiento animal, los usos tradicionales a los que los sometemos implican enormes cantidades de sufrimiento.

Cada año son sacrificados cien mil millones de animales para consumo humano (es decir, quince animales por cada ser humano). Muchos de estos animales son criados en granjas industriales que –en contraposición a los modos de producción tradicionales– someten a los animales a vidas sufrientes de comienzo a fin. Es el caso, por ejemplo, de las gallinas ponedoras en jaulas de baterías (una práctica prohibida en Europa, pero la más común en Chile), que pasan su vida en hacinamiento, en muchos casos sin poder extender sus alas, cubiertas de excrementos (provenientes de las jaulas superiores), llenas de heridas, además de ser sometidas a la mutilación sin anestesia de sus picos. También los cerdos son criados con mutilaciones y en pésimas condiciones que se oponen a sus características como animales eminentemente sociales.

Pero no es sólo la alimentación. Utilizamos a los animales para la experimentación científica, en algunos casos en la búsqueda de fármacos y tratamientos para enfrentar enfermedades debilitantes, pero en muchos otros casos para desarrollar nuevas fórmulas cosméticas (sobre todo, conejos y cobayos –cuyo uso para experimentación cosmética en Chile no está prohibida por la ley 20.380 sobre protección de animales). Algunos de estos animales son altamente inteligentes. También los utilizamos para la entretención humana (la ley 20.380 no es aplicable al rodeo), haciéndolos vivir en hábitats que se oponen a los suyos, como en los zoológicos. También la expansión humana sobre el medio ambiente destruye sus hábitats y presiona sus condiciones y posibilidades de vida. Considere, por ejemplo, cómo un shock exógeno temporal muy limitado a los modos humanos de producción y ocupación del espacio, como la pandemia de coronavirus, se ha traducido en una expansión de los animales a las ciudades.

La lista de prácticas humanas que implican sufrimiento animal es enorme. Ciertamente hay legislación que se hace cargo (corrientemente de modo insuficiente, pero ofreciendo una protección creciente en el tiempo) de regular ciertos modos de trato (por ejemplo, el transporte y sacrificio animal) y de establecer prohibiciones para algunos grupos de animales, como el sufrimiento innecesario en los animales de granja, o el descuido de las mascotas. Pero, de un modo general, las leyes y normativas siguen considerando a los animales y su bienestar como algo que se retrotrae exclusivamente a los intereses de los animales humanos, y no a los de los demás animales. Un caso evidente es nuestro Código Civil que considera a los animales como semovientes (artículo 567), es decir, como cosas que tienen la capacidad de moverse por sí mismas. La protección de los animales y sus intereses va aquí de la mano, como en el caso de otros bienes, de la protección de la propiedad. Y si bien la distinción entre personas y cosas es central al derecho, al menos desde los romanos, otras legislaciones también napoleónicas, como por cierto la francesa, ya han introducido en su Código Civil un estatus para los animales como «seres vivos y sensibles» diferente al de los bienes.

Si un momento constitucional es aquel en que la ciudadanía (re)establece los principios generales de su convivencia, y este momento expresa valores considerados como fundamentales, respondiendo así a nuevas sensibilidades, entonces mucho parece hablar a favor de introducir en ella a los animales como seres con un valor en sí. Estableciendo (como en el caso de los seres humanos) ciertos derechos básicos o fundamentales según algunos de sus intereses, al menos para ciertos animales (por sus capacidades superiores, los grandes simios, como gorilas, chimpancés, bonobos y orangutanes –que hoy pertenecen biológicamente a la familia de los hominidae, a la cual también pertenecemos nosotros; los cetáceos y los delfines son candidatos evidentes) y, de un modo más general, estableciendo la obligación positiva del Estado de avanzar hacia el fin de la protección y promoción de los animales y sus intereses.

Esto último es lo que ha hecho la Ley Fundamental (constitución) alemana, que por una modificación del año 2002 (artículo 20a), establece que: «El Estado protegerá, teniendo en cuenta también su responsabilidad con las generaciones futuras, dentro del marco del orden constitucional, los fundamentos naturales de la vida y los animales a través de la legislación y, de acuerdo con la ley y el Derecho, por medio de los poderes ejecutivo y judicial». La modificación es la introducción de las palabras ‹y los animales›. Ciertamente, esta referencia no ha traído consigo el fin del uso de los animales para beneficio humano. Lo que una referencia como esta posibilita es poner al Estado (y así al parlamento en la determinación de las leyes, a los jueces en su interpretación, y a los órganos públicos en la elaboración de reglamentos) bajo la obligación de avanzar en la consecución de este fin. De este modo, se deja de considerar a los animales como simples bienes disponibles para nuestro uso, y se los pasa a considerar como seres con los que ya no sólo en sentido factual, sino que normativo, compartimos un mundo y sus recursos. Este entendimiento no sólo responde a las nuevas sensibilidades sociales y a los avances de la ciencia, sino también a los mejores argumentos normativos.

Publicada en El Líbero.

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