La Constitución y el desarrollo económico

14 de Agosto 2022 Columnas

Usted puede estar feliz con el borrador constitucional de la Convención Constituyente. De seguro, hay cosas que no le gustan del todo o que le generan dudas (“no es perfecta, mas se acerca a lo que yo simplemente soñé”), pero en general le parece que el buque —ese destino común de convivencia, ese proyecto de país— está bien encaminado y que es la forma adecuada de superar nuestra crisis social. Si se hizo un tiempo para leerla, incluso se puede haber llegado a emocionar con los artículos de derechos sociales.

O puede, por el contrario, ver todo negro o toparse con algo que le molesta profundamente y que considera un intransable. Que el texto, además de insufriblemente largo, es oscuro, inconcluso o desigual. Que no se entiende y que su aprobación va a implicar un retroceso o un descalabro de fragmentación. Que abrirá una caja de Pandora autodestructiva y que no apaciguará los espíritus, sino que al revés, va a ser como apagar un incendio con parafina.

Ambas miradas pueden ser válidas, pero se anclan principalmente en sentimientos e intuiciones. En la guata. Además, su visión puede estar muy influenciada por nuestro pasado. Uno de corto plazo: la imagen de desalmados quemando nuestro Metro o de la marcha multitudinaria de los días posteriores. O más lejana: como su percepción sobre los gobiernos concertacionistas, de la dura dictadura de Pinochet o del caos durante Allende.

Bajo una mirada más fría —con esa distancia que se requiere para tomar decisiones importantes—, tenemos que preguntarnos sobre las consecuencias del documento y su mérito respecto a los incentivos para el desarrollo económico. Hay dos cuestiones evidentes del proyecto. Por un lado, implica un mayor gasto por parte del Estado. Por otro, ese mayor gasto solo puede ser financiado permanentemente gracias al desarrollo económico y a los impuestos. Así, en los últimos “30 años el gasto público en sectores sociales creció en más de seis veces. Más del 80% del aumento fue financiado con la mayor recaudación resultante del crecimiento” (Arellano y Cortázar, 2022).

Ahí entra eso de la economía, de entender que hay fines ilimitados para medios escasos. Que no se puede hacer todo lo que uno quiere y que nuestras aspiraciones están, desgraciadamente, supeditadas a nuestros recursos. Para muchos esto puede sonar aguafiestas, fome y pesimista. Poco soñador. Castrante. Pero así es la vida —que transcurre bajo la persistente disciplina que nos imprime la escasez— y no podemos dejarnos arrastrar por ensoñaciones pasajeras que terminen en expectativas incumplidas.

¿Crea el borrador las condiciones para permitir un desarrollo económico? ¿Van los empresarios —esos caballos, al decir de Churchill, que tiran el carro— a tener incentivos para invertir y hacer crecer la economía?

Me temo que no y se pueden dar, al menos, siete razones al respecto.

Se precarizaría el derecho de propiedad. Las aguas pasarían de derechos de aprovechamiento a autorizaciones de uso, con carácter incomerciable y, si se aprueba el texto, se va a armar una trifulca jurídica de proporciones (art. 142). La expropiación se indemnizaría con el justo precio y no por los daños efectivos y se omite la referencia a que sea al contado (art. 78). La minería quedaría entregada a un régimen establecido en una ley simple, que podría ser distinta a la concesión otorgada por un juez (art. 146). La propiedad intelectual, salvo los derechos de autor, no estaría contemplada en la Constitución (art. 95).

Se precarizaría la libre competencia. Se podrían crear empresas públicas, incluso regionales o comunales, por una ley simple y la Constitución no contempla el principio de la neutralidad competitiva (art. 182). Además, se agregaría una descripción imperfecta del ilícito que va a enredar a la autoridad, se podría terminar con los ministros economistas en el tribunal especializado (art. 348) y se permitiría la intromisión del Ministerio Público, afectando la delación (art. 365).

Se precarizarían las certezas sobre el otorgamiento de permisos porque cada autoridad podría, dentro del ámbito de su competencia, dictar normas o reglamentos en sintonía con los principios constitucionales (art. 175 y segundo transitorio) y se requeriría el consentimiento previo de los pueblos indígenas (art. 191).

Se precarizaría el equilibro del medio ambiente con el derecho a desarrollar actividades económicas, al establecer conceptos vagos como que Chile es ecológico (art. 1), la naturaleza es sujeto de derechos (art. 18) o la existencia de bienes comunes naturales (art. 134). Además, se complejizaría el entramado de la autoridad al fundar un nuevo organismo, la Defensoría de la Naturaleza (art. 149).

Se precarizaría el derecho laboral porque se permitiría la huelga en todo momento y no solo al término de las negociaciones colectivas (art. 47); se autorizarían las negociaciones por rama, sector y territorio y se daría pie a que los sindicatos participen en las decisiones de la empresa, algo que nadie sabe qué realmente significa (art. 48).

Se precarizaría la regla fiscal porque podría haber leyes que comprometan gastos, impongan impuestos o autoricen empréstitos, que se inicien en el Congreso a espaldas del Presidente de la República y se le someta a chantajes a este último para que otorgue su patrocinio durante su tramitación, abandonando la regla de iniciativa exclusiva establecida hace más de medio siglo.

Estos desincentivos al desarrollo económico son recogidos en un documento redactado por un destacado grupo de economistas de la Universidad de Chile, denominado “Convergencia Transversal: Responsabilidad con Chile” (González, et al., 2022), y otro de Cieplan bajo el título de “Impacto Económico del Proyecto de Nueva Constitución” (Arellano y Cortázar, 2022).

Pero hay más. La principal razón de desincentivo al desarrollo económico, sin embargo, viene de algo más profundo y menos técnico: el sistema político y la seriedad de los políticos. No hay —ni puede haber— “una economía de calidad sin una política de calidad”, nos advierten Arellano y Cortázar. Por desgracia, el borrador de Constitución precarizaría el sano e histórico contrapeso del Congreso (Cámara y el Senado); no se haría cargo de los partidos políticos y su fragmentación y podría perturbar el inveterado principio de legalidad en las decisiones jurisdiccionales por la aplicación activista de conceptos abiertos contenidos en la Constitución.

Publicada en El Mercurio.

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