La altura de los tiempos

10 de Febrero 2020 Columnas

Durante esta crisis hemos podido palpar una serie de desafíos.  A estas alturas, sin embargo, parece evidente que no todos ellos se relacionan con las necesidades urgentes de nuestros compatriotas ni con la profunda desafección ciudadana. Además de la violencia, por cierto, quizás uno de los desafíos más complejos y profundos se vincula a la forma en que dialogamos. Porque una de las características más despreciables de esta crisis es el toque moralizante que hemos alcanzado. Esa sensación de haber dado con una luz divina que otros están sencillamente incapacitados de ver. “Es que tú no entiendes”, se repite con un hálito de suficiencia frente a un interlocutor que es tratado como un ser irracional y subnormal, el cual parece sumido perpetuamente en el flagelo de la ignorancia. No nos confundamos. Es cierto que, tal como señaló el alcalde Claudio Castro en la última ENADE, la desigualdad no se aprecia en los números, sino que “se vive”. Pero ese diagnóstico hecho desde la humildad dista bastante del tono moralizante que apreciamos en cada discusión de sobremesa.

Hablo de esa superioridad moral mezclada con soberbia, que como algún columnista ha apuntado, tiene bastante generacional. Como jóvenes muchas veces caemos en la tentación de pensar que el universo comienza y termina con nosotros. Que se ha hecho todo mal y que, cual justicieros, venimos  a solucionar el cavernario mundo entregado por nuestros padres y abuelos. en ese marco, no hay espacio para la reflexión seria, pues parece derechamente innecesaria.  Quizás por eso desde el mismo 18 de octubre teníamos el diagnostico y las soluciones claras. Los únicos que no las veían  eran -nuevamente- esos subnormales seres irracionales y cavernarios, tan despreciables desde su misma dignidad (¡vaya paradoja!) que hasta merecen ser funados. Pero, por supuesto, no somos ni tan especiales ni tan únicos (allí nuestros padres sí parecían estar equivocados). Y para comprender eso no debemos ir a Venezuela, China o Francia. Basta con quedarnos en nuestro país.  Basta con mirarnos a nosotros mismos.

En un reciente artículo publicado en la revista Átomo (probablemente escrito antes del 18 de octubre), Sofía Correa Sutil aporta ciertas ideas que nos podrían ayudar a comprender de mejor forma la altura real de nuestros tiempos. La historiadora nos recuerda la figura de Alessandri, algo entrado el siglo XX, con su “chusma querida” y la “canalla dorada”. La dicotomía es interesante. Enfrentaba -en clave populista- a aquella masa popular en la cual estaban radicadas todas las virtudes democráticas, con aquella clase opresora dirigente, compuesta por los mismos de siempre. Por supuesto, la voluntad popular de esa chusma querida se encontraba radicada en su figura, lo que devenía en un desprecio de la representación soberana del Congreso. Tal como aquellos “estadistas” criolllos que han propuesto en las últimas semanas eliminar o cambiar todo el Parlamento, las acciones de principio del siglo XX terminaban ensombreciendo la política partidista y la democracia representativa.
En la visión de Correa Sutil, esto fue posible, en parte, producto de una crisis política latente, caracterizada por actores que buscaban posiciones de poder en un escenario político cerrado y plutocrático. Un siglo después, el diagnóstico parece similar. Tuvo que venir el inglés James Robinson -célebre autor del “Por qué fracasan los países”- a explicarnos que no era sano contar con un gabinete ministerial proveniente en un 86% de 4 colegios de la capital.

Tenemos problemas, es cierto, pero no debemos perder perspectiva histórica. James Hamilton no es el único que ha querido limpiar la política con su puritanismo moralizante. También lo han hecho Marcos Enrique-Ominami, Franco Parisi y Carlos Ibáñez del Campo, con su mítica escoba con la que pretendía barrer con los partidos políticos. Y desde la fuerza viva de nuestra comunidad, no sólo la “Mesa de Unidad Social” ha pretendido capturar el monopolio de la voluntad general. La misma historia nos recuerda que todos estos procesos del siglo XX estuvieron caracterizados por la presencia de dirigentes sociales que interpelaban a los representantes políticos para que se rindieran a sus exigencias, entendiendo que esa era la única y exclusiva forma pura de mediar políticamente.
Nada bueno salió de los procesos que relata Correa. Populismos, dictaduras y pobreza. Quizás si dedicáramos esfuerzos a erradicar la soberbia moralizante de nuestros tiempos, podríamos, como generación, aportar a un diálogo productivo que esté a la altura de nuestra época. El desafío será complejo.

Publicado en El Mercurio de Valparaíso.

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