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31 de Enero 2022 Columnas

Revuelo ha causado una propuesta contenida en la iniciativa de normas constitucionales que «establece la estructura, composición y atribuciones del Sistema Nacional de Justicia» (boletín 319–6), de convencionales de izquierda. Ésta consiste en establecer un plazo determinado para los cargos de juez: ocho años para los jueces de instancia y ministros de cortes de apelaciones; diez años para los ministros de la Corte Suprema.

Los jueces de instancia podrían renovarse en sus cargos sin limitaciones. En tanto, los ministros de cortes de apelaciones también podrían hacerlo cuantas veces quisieran, pero con la limitación de que no en la misma corte. Los ministros de la Corte Suprema no podrían renovarse en el cargo.

En su expresión de motivos, sus autores declaran que «planteamos avanzar en cambios profundos para la judicatura de instancia, a través de la eliminación de cargos permanentes». No estiman necesario ofrecer una razón para el cambio propuesto, a pesar de que da la espalda a un principio muy arraigado en el derecho constitucional occidental y en la organización judicial chilena. ¿Es posible encontrar razones a su favor?

Un indicio puede encontrarse en cierto consenso en que los ministros de la Corte Suprema debieran estar sujetos a un plazo determinado. Así, el Colegio de Abogados de Chile A.G., declaración de su Consejo General que expresa su preocupación por la propuesta que aquí se comenta , no expresa reproche alguno a las propuestas de limitar a un plazo determinado el cargo de ministro de la Corte Suprema.

Asimismo, una iniciativa de norma constitucional proveniente de la derecha (boletín 98–6) propone un término de 15 años para dichos ministros. ¿Qué justifica este consenso? La principal función de la Corte Suprema debiera ser uniformar la jurisprudencia allí donde hay buenas razones para atribuir a la ley sentidos diversos (Correa, Minuta).

Esta diversidad de sentidos no es, sin embargo, tolerable para el ciudadano, cuya suerte queda así entregada a una suerte de lotería. Por eso, y por otras razones, es imprescindible unificar la jurisprudencia. Pero esa unificación no es sólo (aunque lo sea un parte), un ejercicio técnico objetivo.

Distintos jueces, igualmente versados en el derecho e imparciales, pueden llegar de buena fe a distintas conclusiones sobre el correcto sentido de una ley. No es entonces indiferente quiénes sean las personas concretas a quienes se confía la unificación de la jurisprudencia (Correa, La Ruleta de la Justicia Constitucional).

En la unificación de jurisprudencia tiende a borrarse la clara distinción entre la función legislativa de crear reglas legales y la judicial de aplicarlas. Se trata, en principio, de aplicar reglas legales. Y la aplicación de reglas, en el Estado de Derecho, debe ser imparcial e independiente de las autoridades políticas.

Pero como distintos tribunales han dado a esas reglas distintas interpretaciones, la estabilización de su sentido es en alguna medida un acto de creación. Y la creación de reglas, en democracia, debe estar sujeta a control democrático. Ambos principios están en tensión, pues quien está sujeto a control democrático no es independiente de la autoridad política. Y esta tensión se localiza inevitablemente en los ministros de la Corte Suprema.

La inamovilidad de los ministros de la Corte Suprema hasta alcanzar la edad de retiro privilegia fuertemente la independencia, en desmedro del control democrático, que solo se expresa en la posibilidad de nombrar ministros cuando alguno muere, renuncia o alcanza la edad de retiro.

Este control democrático se debilita más todavía si se nombra ministros relativamente jóvenes, congelando así la posibilidad de futuros gobiernos de incidir en la dirección de la Corte. Esto puede convertirse en un incentivo perverso, en la medida en que el gobierno de turno puede aprovechar nombrar a un ministro joven y así, a un tiempo, influir en la dirección general de la jurisprudencia y limitar dicha influencia a los futuros gobiernos.

Por el contrario, los períodos determinados para ejercer el cargo tienden a reforzar el control democrático. Y mientras más breves dichos términos, mayor control. Y lo hacen sin afectar la independencia de los ministros, pues no es control democrático sobre los ministros, sino sobre la integración de la Corte: en la medida en que su cargo expira al término de su período, sin importar cuáles hayan sido sus decisiones, los ministros son independientes.

Pero el sistema político tiene mayor control sobre la dirección general de la jurisprudencia al aumentar la rotación de ministros. Por cierto, si los períodos llegan a ser demasiado breves y, consecuentemente, demasiado alta la rotación, se perjudica la estabilidad de la jurisprudencia.

La dimensión creativa de la unificación de jurisprudencia puede entonces justificar un mayor control democrático de la Corte Suprema, que se consigue estableciendo un plazo determinado para el cargo de ministro de dicha Corte. Pero esa justificación no se extiende a los jueces de instancia ni a los ministros de cortes de apelaciones, que no tienen la función de unificación de jurisprudencia que solo puede corresponderle a la Corte Suprema.

En una situación similar se encuentra el Tribunal Constitucional, que siempre ha tenido jueces nombrados por un término largo, pero determinado. Sus actuales ministros duran nueve años en el cargo. La interpretación de la constitución también tiene una inevitable dimensión creativa, además con intensas connotaciones políticas. Esto justificaría que los jueces constitucionales sirvan el cargo por un número determinado de años, garantizando así la regular influencia de los órganos políticos en la dirección general de la jurisprudencia constitucional.

Por otra parte, no puede desconocerse que existen hoy en Chile jueces de instancia a plazo determinado. Tal es el caso de los ministros del Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, que sirven por seis años en el cargo y pueden ser renovados por una sola vez (decreto ley 211, art. 7 inc. 2); al mismo término están sujetos los ministros de los tribunales ambientales, con la única diferencia de que pueden ser renovados en el cargo hasta dos veces (ley 20.600, art. 2 inc. penúltimo); los jueces del Tribunal de Contratación Pública, por su parte, sirven por cinco años en el cargo, renovables indefinidamente (ley 19.886, art. 22 inc. 8); los del Tribunal de Propiedad Industrial permanecen en el puesto por tres años, renovables indefinidamente (ley 19.039, art. 17 bis F, inc. final). Se trata de tribunales relativamente recientes

No resulta claro si hay razones positivas que justifiquen estas opciones. Es posible que ellas respondan exclusivamente a la idea de que estos tribunales, por lo especial de su competencia, no serían bien servidos por jueces de la carrera judicial.

Es también posible porque se haya estimado que, su carácter especialísimo, ellos fijarían la jurisprudencia en las áreas de su competencia, cumpliendo así una función análoga a la de la Corte Suprema. Es, sin embargo, un hecho que estos tribunales no generaron revuelo alguno. Por tratarse de tribunales nuevos, no despertaron la resistencia que naturalmente produce la transformación de una estructura judicial consolidada. Y aunque son tribunales importantes, no son percibidos como centrales al funcionamiento del sistema jurídico.

He señalado algunas razones que justificarían que ciertas judicaturas estén sujetas a un plazo determinado, pero que no valen para todos los jueces. Por el contrario, ¿hay razones para reconocer inamovilidad hasta alcanzar una determinada edad de retiro? Se debe partir del siguiente principio: para resolver conforme a la ley, un juez debe ser independiente de toda autoridad. Todo juez, por otra parte, tiene un legítimo interés en asegurarse un modo de ganarse la vida. El diseño institucional de la judicatura debe tomar esto en consideración para evitar que por medio de este interés la autoridad consiga controlar al juez. La inamovilidad es por eso la más elemental de las garantías: un juez no es independiente de la autoridad si está sujeto a la posibilidad de remoción discrecional.

Por si solo, el plazo determinado no opera como la remoción discrecional: el juez sabe que sin importar cómo resuelva, su cargo terminará indefectiblemente al cabo de tantos años. Pero la posibilidad de ser renovado en el cargo cambia completamente las cosas. En este caso lo normal será que el juez tenga la expectativa de ser renovado, y por tanto estará inevitable, incluso inconscientemente, sujeto a la tentación de evitar perjudicar su reelección. Eso debilita considerablemente su independencia frente a la autoridad que decide la renovación. Lo que más erosiona la independencia judicial en la iniciativa que se comenta no es entonces tanto el plazo determinado, sino la posibilidad de renovación en el cargo, que sujeta así a toda la judicatura de primera y segunda instancia al control de la autoridad que decide esa reelección.

Cabe señalar que este es actualmente un problema en el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, tribunales ambientales, Tribunal de Contratación Pública y Tribunal de Propiedad Industrial. En la medida en que sus jueces están sujetos a un plazo determinado, pero renovable, su independencia está comprometida. Si la nueva Constitución algo debiera consagrar, es la prohibición de que un juez fuera renovado en el cargo.

Los problemas no desaparecen sin embargo con la eliminación de la reelección, sino que aparecen en una forma distinta. El juez, sabiendo que su cargo inevitablemente expirará, salvo que se encuentre en edad de jubilación, estará naturalmente interesado en explorar futuras ocupaciones. Y aquí se produce un riesgo para la independencia. Algunas formas de enfrentar este riesgo son las siguientes. La primera, haciendo coincidir el término de la judicatura con una edad en que la presión por generar ingresos no es significativa. Esta solución es incompatible con un plazo determinado de años. O se puede garantizar al juez una remuneración por un tiempo razonable después del término de su judicatura, de manera que mientras sea juez no necesite preocuparse de su futuro inmediato.

Esta solución es cara y es poco probable que sea comprendida por la opinión pública. Por último, se pueden establecer incompatibilidades por un tiempo posterior al término de la judicatura. La iniciativa que se comenta no hace nada de lo anterior, ni mitiga de ninguna otra manera el riesgo que ella crea para la independencia judicial.

Si se mantuviera el límite de ocho años para el cargo de juez, eliminando la posibilidad de renovación del cargo y enfrentando los otros riesgos para la independencia judicial, tendríamos una judicatura rotativa, con jueces que solo estarían ocho años en el cargo. Si la judicatura ya tiene dificultades para atraer a los mejores abogados, la transformación propuesta solo empeoraría las cosas.

Toda democracia tiene una legítima pretensión de control popular de la jurisdicción. Pero este control puede fácilmente devenir en tiranía si no se encausa por dos vías: vinculación a la ley e incidencia sobre la orientación general de la jurisprudencia. La primera funciona así: la ley se produce democráticamente y los jueces quedan obligados a aplicarla. Institucionalmente, esto exige configurar un proceso democrático de formación de la ley y someter a los jueces al solo imperio de la ley. Pero como la ley inevitablemente tendrá ambigüedades, indeterminaciones y contradicciones, también es necesario generar mecanismos de unificación de jurisprudencia y un cierto control democrático sobre la orientación general de la jurisprudencia. No deja de ser irónico que muchas de las iniciativas de normas constitucionales desatienden todos esos elementos y, de espaldas a la tradición constitucional occidental, busquen establecer un control democrático a la vez irracional (al renunciar a la unificación de jurisprudencia; ver  Correa, La Ruleta de la Justicia Constitucional) y potencialmente tiránico.

 

Publicado en The Clinic

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