Habitar el cargo

9 de Octubre 2022 Columnas

Este gobierno aún está instalándose. O así se percibe. Es cierto que se trata de una nueva generación, con experiencia en mítines y no en la administración de servicios públicos. También es evidente que en el ejecutivo conviven dos almas: por un lado, los hijos de la Concertación —rebeldes y ambiciosos—, y por el otro, los militantes del Partido Comunista, que se distinguen por una frialdad estratégica y una nostalgia inconfesada por la binaria Guerra Fría. Pero, nos guste o no, gobernar no es lo mismo que explorar intereses académicos, encandilarse con algún proyecto transformador o pensar en salvar al planeta.

Gobernar es —por definición— apremio, en especial si ya se lleva habitando La Moneda por más de seis meses, el tren de la economía está chirriando por la inflación y el mundo está geopolíticamente desconcertante. Se requiere ir tomando decisiones. Unas tras otras, tanto esenciales como operativas.

En ese contexto, el actual embajador en España, y amigo del Presidente Boric, se ha convertido en un “niño símbolo”. Bajo un despliegue impropio de un embajador, con ironías incluidas, habla como diputado y tuitea como si estuviese de vacaciones. Pero es embajador y en un país clave para Chile, como se lo recordó la ministra Vallejos hace unos días. Se debe, según lo amonestó la ministra, “habitar el cargo”, o sea, comportarse de un modo distinto al de un despercudido estudiante (EM, 28/09).

Se dice que el cargo hace a la persona. Puede ser. Pero esa persona —la que está en posesión de un cargo— tiene que ser receptiva a entender cuál es su rol. Debe ubicarse y tiene que acomodarse rápidamente a qué se debe hacer y qué hay que evitar. Por cierto, esa curva de aprendizaje se ha ido acortando bajo la vertiginosa vida digital. La suma de embarradas, aunque sean infantiles e insulsas, puede traducirse en un tijeretazo violento a las del aprendiz.

Grosso modo, el Estado emplea a dos perfiles de personas. Están los de tiro largo, como los políticos profesionales, los diplomáticos de carrera o los burócratas de planta. En la otra esquina, están los pasajeros, que por alguna sorpresa de la vida —como una relación con una persona clave en el aparato estatal o por su conocimiento y pericia en alguna actividad o profesión, o ambas— aceptan el desafío temporal de ocupar un cargo solventado con los impuestos de todos.

El cargo público no es cualquiera. Aunque el dueño se presente algo borroso (somos todos, en definitiva, pero su administración descansa en un puñado de personas de turno), el trabajo se circunscribe a hacer algo expresamente permitido por ley y no lo que se le venga a la cabeza. Además, se levanta una piedra y aparecen varias regulaciones que imponen restricciones y contrapesos que obligan a irse con cuidado e idealmente de la mano de alguien que conozca estos pasadizos sinuosos de lo público.

Habitar un cargo público debiera implicar, asimismo, afianzar los logros obtenidos por quienes nos antecedieron, pero también dar nuevos giros y saltos para satisfacer de mejor manera y con creatividad el bien común. Tales movimientos debieran ser eficaces —que impliquen mejoras tangibles, al menos dos o tres cuestiones centrales en el ejercicio del cargo—, pero también eficientes, porque los recursos son escasos y tienen usos alternativos.

El habitante del cargo tiene que tener la capacidad para aprender rápido y conocer las reglas del juego, en especial aquellas más sutiles que, en el margen, hacen la diferencia. Ahí debe haber entendimiento analítico y formación intelectual. Pero eso, por desgracia, no es suficiente. Se requiere, por sobre todo, una inteligencia psicológica. No confundir el olor propio con un buen perfume. Entender intuitivamente el contexto y sus limitaciones. Comprender por dentro los equipos de trabajo y sus potencialidades, entendiendo siempre que el propio destino no es colectivo —como se ha escuchado en Palacio— y que el juicio final se hace cabeza a cabeza. Algo de esto pareciera haber hecho referencia el exministro Paris cuando deslizó, con algo de veneno vengativo, que a la renunciada ministra del Interior de este gobierno le faltaba “un poco más de cultura” (EM, 23/4).

Me temo que hay más formalidades y limitaciones. El ejercicio de un cargo público, aunque huela a naftalina, debe hacerse con sobriedad y prudencia. Sobriedad para hablar y prometer lo justo y necesario, lo que se puede cumplir, sin estertores ni gimnasia lingüística y de una manera precisa y quirúrgica. Sin apariciones en modo circense. De manera creíble y sostenible. Prudencia en ponerse en los peores escenarios, tener siempre un cable a tierra y comprender los momentos justos —timing le llaman— para materializar algún cambio. Además, y esto se entiende a porrazos, en el mundo público no hay espacio para el humor y la ironía. Tampoco se aprecia el uso abusivo del recurso de pedir compulsivamente perdón, como si se tratase de un retiro de contrición. A fin de cuentas, los gobernados esperan que sus gobernantes sean realmente competentes y las revanchas se manifiestan a la vuelta de cualquier elección.

En suma, el cargo público se debiera asumir, a la vez, como una carga y un privilegio. Un juego peligroso —con algo de equilibrismo—, en donde es fácil salir mal parado. O dañado. Pero, al mismo tiempo, como una oportunidad única para que una autoridad despliegue, con carácter y coraje, todos sus recursos —incluso aquellos que no conocía ni imaginaba— para hacer mejorar en algo nuestro país. Si el cargo se ejerce bien —y del poder desnudo surge una autoridad de verdad—, entonces, debiera ser más atractivo para quienes lo sucedan. Así, el término “habitar” se queda corto. No se trata simplemente de morar o vivir el cargo —en especial en aquellos casos en que es más lucrativo que un sueldo en el sector privado—, sino que de ejercerlo para el bien común.

Solo ejerciendo un cargo público con sobriedad, prudencia, eficacia, eficiencia y sentido de responsabilidad se fertiliza esa planta que se ha vuelto tan escasa en nuestro territorio: la confianza.

Publicado en El Mercurio.

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