Fiestas ilegales y jovenismo

17 de Enero 2021 Columnas

En el mejor de los supuestos, el 2021 se anticipa como una enorme “caña”. Ebrias de inmortalismo, nuestras sociedades comenzaban a creerse invulnerables ante los embates de la naturaleza. Las lociones antiarrugas, las inyecciones de bótox y el aseguramiento farmacéutico de nuestros deseos más pubescentes nos tenían sumidos en una utopía engañosa. Parecía que la técnica nos había abierto de par en par las puertas del paraíso terrenal. Despreocupados de las fastidiosas cargas de la enfermedad y del dolor, podíamos entregarnos a una vida desenfadada, repleta de placeres instantáneos que se anhelaban eternos. Todo ello en un “seamos jóvenes” repetido sin elegancia y sin descanso en cada estímulo publicitario, en cada red social, en cada reality show dominguero. El consumo, la juventud y la felicidad entendida como goce fisiológico parecían sinónimos.

A este imaginario, ampliamente compartido entre nuestros congéneres de las más variadas generaciones y extracciones sociales, le puso nombre hace unos pocos años el filósofo francés Robert Redeker: el jovenismo. Canto a la adolescencia perenne, consagración de las pasiones inmediatistas. Para el jovenismo, las arrugas eran insultos; los cuerpos imperfectos, delitos; la vejez, un sórdido recordatorio de la muerte. De ahí que esta se ocultase sistemáticamente en las carcasas de silicona y en los asilos. El jovenismo aspiraba a invisibilizar el sufrimiento y sumirnos en un gozo inacabable. Pero todo esto no eran más que delirios. Delirios propios de un borracho que se tambaleaba torpemente mientras confundía la luminiscencia triste de un farol callejero con la plenitud del sol. Llegó el COVID-19, tropiezo que repentinamente nos sacó de nuestro hedonismo, recordándonos nuestra condición de animales que, si bien racionales (o eso dicen), seguimos sometidos a nuestro medio natural y a nuestra propia finitud.

Pero esta caña civilizatoria llegó con la promesa de una lucidez recobrada. El confinamiento, reencuentro obligado con nuestros mayores, nos abrió la posibilidad de conversar, de redescubrir el valor de sus experiencias, de comprender las lecciones de su dolor acumulado, de interrogar los secretos de su placer calmo. La pandemia nos forzó a detenernos y a reflexionar en torno a la vejez, la muerte y el futuro. La oleada orgiástica de fiestas celebradas durante estas últimas semanas podría interpretarse como un intento de reacción: una vuelta patológica a las salvaciones narcóticas que promete el jovenismo. ¿Hasta cuándo podemos permitirnos recaer en la evasión hedonista?. Solo queda aprovechar esta crisis, este momento de lucidez, para evitar una cirrosis irreversible.

Publicada en El Mostrador.

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