El Retrato de Ripamonti

6 de Noviembre 2022 Columnas

Entre las múltiples ideas curiosas que uno recibe a través de las redes sociales, una de las cosas más raras que he escuchado esta semana es que Los Pitufos, esos enanos azules creados por el artista belga Pierre Culliford a fines de los ´50, son, en realidad, una representación de los siete pecados capitales. Sí, tal como lo leyó. De acuerdo con esta rebuscada teoría, pitufo goloso representa a la gula; pitufo gruñón, a la ira; pitufo dormilón, a la pereza; pitufina, única mujer del grupo, a la lujuria, etc. En este esquema, papá pitufo, vestido de rojo, representaría nada menos que al mismísimo Satanás y, en contra de lo que uno pudiese imaginar, Gargamel, el enemigo número uno de los pequeños, un monje medieval encargado de acabar con estos vicios.

De todos estos personajes, el que más me llamaba la atención era pitufo vanidoso porque siempre andaba con un espejo. Debe ser porque es uno de los pecados más peligrosos, tal como enfatizó alguna vez mi profesor de religión, que además de ser católico, era wanderino (Debo confesar que me quedó gustando más ir al estadio que a misa, pero eso es parte de otra historia).

La vanidad florece estos últimos días con la denuncia de un grupo de concejales que acusó un mal uso de recursos públicos por parte de la alcaldesa Macarena Ripamonti. Gastó dos millones y medio de pesos en 150 retratos suyos que fueron enmarcados y distribuidos en diferentes reparticiones de Viña del Mar. La edil se ha defendido señalando que se trata de una práctica habitual. En efecto, todos hemos visto la imagen del presidente adornando las oficinas públicas, tal como determina la ley. En esta línea, por qué no podría suceder los mismo con la alcaldesa.

Las razones históricas de este tipo de prácticas se remontan al mundo antiguo, cuando, ante la necesidad de difundir las imágenes de reyes y emperadores, se comenzaron a utilizar monumentos y a acuñar sus rostros en monedas para que fuesen por todos conocidos.

Tiempo después, surgió la pintura dedicada al retrato personajes. La nobleza fue el público objetivo que buscaba a pintores que pudiesen inmortalizar sus figuras. No de una manera realista, sino según cómo querían hacer recordados.

Una jugosa oferta podía hacer obviar la falta de dientes, verrugas gigantes, ojeras de elfo, cicatrices de guerra y otras provocadas por una viruela mal tratada, todos problemas comunes en tiempos pasados.

Tener un cuadro, no obstante, no solo era una cuestión de dinero, sino también de tiempo. En general, la nobleza no tenía inconvenientes en que los pintaran, no así los comerciantes. Un ejemplo cercano es el de Diego Portales. Mientras estuvo vivo, nunca fue retratado, de seguro, porque no le interesaba dedicar una gran cantidad de tiempo a que alguien inmortalizara su figura. Por esta razón, cuándo fue brutalmente asesinado a los 43 años, sus cercanos cayeron en cuenta de que no existía ninguna imagen del ministro. Hubo que recurrir entonces a la memoria y a alguno de sus veintidós hermanos, que podían servir de referencia sobre el finado.

Una vez que surgió la fotografía, los feos se vieron amenazados y comenzó la política de los retoques que uno puede identificar fácil y burdamente en la extinta Revista Estadio.

Hoy en día, el arte del retoque lo cumple Photoshop. Gracias a este software, las personas se ven como quieren verse y no como realmente son. Esas son las imágenes que están repartidas del presidente en los ministerios, servicios públicos y comisarías y ahora, gracias a la fantástica inversión de la alcaldesa, en las reparticiones de la municipalidad de la ciudad jardín.

Retomando los relatos de fantasía, la historia de los cuadros me recuerda al pasaje del cuento de Blancanieves en el que la madrastra preguntaba todos los días al espejo quién era la más bonita del reino, esperando la única respuesta que quería escuchar: que ella era la más linda.

Asumo que la pretensión de la alcaldesa va por otro lado, hacer olvidar a su predecesora y dar inicio a una nueva era en la municipalidad. En esta línea, la vanidad, tal como me recordaba mi profesor de religión, el Sr. Fernández, es la peor de las consejeras. Por esto mismo, hay que dar vuelta la página e informar a Ripamonti que nadie recuerda a los ediles por su imagen, sino por sus obras. Debe concentrarse en eso.

Publicada en El Mercurio de Valparaíso.

Redes Sociales

Instagram