El Museo del Terror

28 de Julio 2019 Columnas

Después de varios anticipos, la Municipalidad de Las Condes abrió sus puertas al público. En estricto rigor, se trata de una iniciativa de la Corporación Cultural y la Corporación de Educación y Salud de Las Condes, y el auspicio de un banco.

Cuesta entender una propuesta de este tipo en el siglo XXI. Aunque no existe mucha información respecto a la historia de este arte de moldear los rostros en cera, los primeros aprontes tenían un fin científico y no estético: representar al cuerpo humano y cada una de sus partes cuando abrir un cuerpo generaba una serie de conflictos desde el punto de vista religioso. Tanto el judaísmo como el islam, apunta el antropólogo Diego Giovanni, fueron durante mucho tiempo un impedimento para realizar autopsias, bajo la creencia de que esto implicaría la “profanación del cuerpo del difunto y, por ende un irrespeto a los derechos del creyente”. Se trata de un tema bastante interesante que sigue teniendo repercusiones, por ejemplo, en la negativa de muchas personas a donar sus órganos.

Posterior a estas reproducciones de cuerpos en cera para comprender la anatomía del cuerpo humano, surgió el desarrollo de este arte con un fin estético e histórico: recrear de una manera más real a los monarcas de la época y preservar su memoria en el tiempo.

Los relatos informales -léase Wikipedia- aseguran que las primeras representaciones de los monarcas datan del siglo XIV en Inglaterra y luego se extenderían hacia Francia en tiempos de Luis XIV.

Antes de la llegada de la fotografía, por supuesto, tenía sentido que se haya encontrado en estas reproducciones, una forma de que el resto de los mortales tuviera la oportunidad de conocer a grandes personajes de la historia, aunque fuesen solo de cera. Estos muñecos tenían la virtud de ser tridimensionales y, gracias a esto, mostrar volúmenes y alturas que una pintura difícilmente podía traspasar.

En este mismo contexto, el artista podía darse el lujo de ejecutar errores que el escultor de hoy no puede cometer. Difícilmente, un campesino podía saber si la nariz de la figura del almirante Nelson era como la del destacado marino o si la frente del Luis XVI tenía más o menos centímetros de la que podía mostrar un busto de cera.

La fotografía cambió el panorama y dio un nuevo giro a este particular arte. Ahora el artista tenía el desafío de tratar de ser lo más fidedigno posible o morir en el intento. La realidad indica que la mayoría, efectivamente, ha muerto en el intento. Por esto mismo, los museos de cera constituyen una atracción más por la tradición que implican y la historia que está detrás, como ocurre con los museos de Madame Tussaud, que por lo que ahí pudieran mostrar.

Por esto mismo, sorprende el museo que ha promovido de forma entusiasta Joaquín Lavín y cuesta encontrar su sentido, más aún cuando en este último tiempo, el énfasis está puesto más en tratar de adivinar a quiénes representan las curiosas figuras que ahí se exponen, que destacar sus parecidos. Por el momento, los únicos que parecieran gozar con esta nueva propuesta de Lavín son aquellos que han tenido el honor de tener su muñeco propio o algo que intenta parecérsele. Abrir un museo de cera en el siglo XXI es como querer revivir la FISA, esa feria internacional que perduró hasta los noventa y que era la única forma de conocer los adelantos de la industria y tecnología, antes de que existiera internet. En este sentido, uno lamenta que no se haya apostado por algo más novedoso. Desde el punto de vista tecnológico: imágenes tridemensionales, realidad virtual u otra cosa que vaya acorde con los nuevos tiempos. Y, desde la mirada conceptual, algo más cercano a la gente. Hay que bajar a los personajes de los pedestales. La historia, para que tenga sentido, requiere menos mármol, menos cera, y más carne y hueso.

Publicada en El Mercurio de Valparaíso.

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