El desastre financiero de la Municipalidad de Valparaíso

18 de Abril 2021 Columnas

Aunque el título de esta columna podría calzar con las noticias que hemos conocido esta semana respecto  al déficit de la Municipalidad de Valparaíso, corresponde, en realidad, a una obra que publicó el destacado periodista del diario La Unión de Valparaíso, Roberto Hernández Cornejo, hace casi ochenta años, que se me vino a la cabeza a raíz de estas últimas noticias.

Aquí se reunían una serie de artículos en los que hacía un examen de la situación financiera de la comuna bajo la administración del alcalde Abelardo Contreras durante los años 1940 y 1943.

Decía Hernández: “Quien gasta, no en relación a sus entradas propias, sino excediéndose por sistema al nivel de los medios económicos disponibles, quien dedica fastuosamente la totalidad de sus entradas a satisfacer sus compromisos que son un lujo, en tanto que deja pendiente los gastos más esenciales y urgentes; quien, en suma, no hace un prorrateo inteligente de los fondos que dispone para una administración que debe atender los subsidios del vecindario, marcha a paso rápido a un quebranto irreparable”.

El problema, explicaba este autor, era que la Municipalidad de ese entonces tenía un cálculo de entradas por veinte millones, “en tanto que el solo capítulo de los sueldos y jornales de la Municipalidad sumaba ya otros veinte millones!”. Se trata de cifras irrisorias en comparación con lo que nos toca ver hoy, pero que dan cuenta de desorden, deudas y problemas en el puerto, en lo que pareciera ser una constante: “A la verdad, las soluciones del señor Alcalde, nunca se enderezaron al justo equilibrio de los gastos con las entradas”.

El periodista acusaba a Contreras de ocupar las contribuciones para: “el pago de un personal fantástico, reclutado no para satisfacer las necesidades verdaderas sino para servir a la clientela política y electoral de los que tienen la sartén por el mango”.

Las soluciones, en tanto, apuntaban a hacer de esta ciudad, un lugar atractivo, sin la carga tributaria que ahogaba a los vecinos y a las empresas: “El punto primario de toda defensa bien orientada de Valparaíso debería consistir en ofrecer las mayores facilidades para la población, por el menor costo de vida y la economía en los principales servicios administrativos y demás”.

Aunque el título de la obra de Hernández era el principal tema del libro, hay otras historias que se cuelan y que le dan a esta publicación un carácter más ameno y fresco, en comparación con la larga lista de antecedentes relacionados con los problemas financieros de la Municipalidad de Valparaíso.

Uno de ellos, la pelea entre un regidor socialista y el alcalde que terminó con el primero lanzando un cenicero de metal y un libro al segundo, con mala suerte de un tercero que, sin tener arte ni parte, recibió el libro en su calva reluciente. A la pelea se agregaron una serie de injurias del concejal a la máxima autoridad edilicia a quien acusó de ser un “amparador de ladrones”. Hernández desarrolla, en torno a este enfrentamiento, una serie de digresiones que van desde el tamaño del libro que se lanzó hasta qué se entiende por ladrón, tomando en cuenta de que se trataba de una apellido común en España y que la misma Municipalidad tenía, entre sus regidores, a un Ladrón, pero de Guevara.

Otro de los capítulos está dedicado a la fundación de Valparaíso o, mejor dicho, la no fundación del puerto, pese al intento forzado de algunos por fijar una fecha.

Asimismo dedica unas páginas a la historia de la estatua del palacio de justicia que, para curiosidad de muchos, figura sin los ojos vendados. El mito dice que había sido donada por un litigante molesto en respuesta a una sentencia que consideró injusta. También se decía que había sido traída luego de la ocupación de Lima. Sin embargo, Hernández despeja la leyenda relatando que la estatua fue inaugurada bajo la intendencia de Francisco Echaurren Huidobro, el 20 de agosto de 1876, tres años antes de la guerra. Se trata de una copia fundida de la diosa Themis que se distinguió por su amor a la justicia y que, entre sus virtudes, tenía el don de ver el futuro, por lo que necesitaba tener la vista despejada.

En fin, leer las crónicas de Hernández es viajar en el tiempo hacia el pasado de Valparaíso. No al de aquellos años gloriosos del siglo XIX, sino al inicio del ocaso del viejo “pancho” en 1930. De esa época a esta parte, lamentablemente, pareciéramos estar inmersos en círculos viciosos de decadencia que se han agravado por malos alcaldes, los hechos ocurridos a partir del 18 de octubre de 2019 y, ahora último, por la pandemia. De ahí que esta compilación de Roberto Hernández, como señala al inicio de su obra, “no ha perdido un ápice de actualidad”.

Publicada en El Mercurio de Valparaíso.

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