El chamullo

26 de Febrero 2023 Columnas

Si uno afina el oído, escucha con cierta frecuencia la palabra chamullo en las conversaciones informales. Incluso se podría decir, desde la intuición, que esa frecuencia ha ido en aumento en nuestro país en los últimos tiempos, ya sea como verbo, sustantivo o adjetivo. Por algo será.

Chamullo —o chamuyo, como se suele escribir en Argentina y Uruguay— suena una palabra curiosa, de raíz distinta al español. Su origen se remontaría a fines del siglo XIX, con la inmigración de gitanos españoles a la zona rioplatense. Vendría a ser algo como hablar, en la lengua gitana caló, pero también implicaría hablar un idioma mezclando palabras de distinta procedencia, o sea chapucear en un idioma extranjero. Así lo consigna, desde 1970, el Diccionario de la Real Academia (RAE) en una de sus acepciones

Sin embargo, esa definición neutra de chamullo no es la única. Chamullo sería, también, palabrería que tiene el propósito de impresionar o convencer, como se anota en la RAE. No debiera ser algo negativo en sí.
Ya Stefan Zweig decía que “la historia secunda —de forma por lo que parece insobornable— la profunda inclinación de la humanidad a la leyenda, al mito”. Chamullo sería el guion, algo necesario tanto en los consejos de curso, directorios de las empresas y el poder público. El esfuerzo consistiría en tener un cuento, hilar y pegotear esos hechos crudos —algunos deslavados y de apariencia insignificante— en un cuento creíble. Que emocione y que el aglutinante y la interpretación sean más que los hechos que la integran. Un guion que haga sentido e inspire, en búsqueda de algún propósito y sentido. Esta acepción, que requiere creatividad y a veces arrojo, es por cierto un ejercicio peligroso —aunque necesario en toda actividad humana—, si se hace a espaldas de los hechos y se traspasa el deslinde entre la verdad y la mentira.

Ahí caemos en una tercera acepción, también revelada por la RAE, en donde las cosas se ponen feas. La palabra entra en el catálogo del lunfardo, ese lenguaje de delincuentes como bien lo grafica la serie de Netflix Marginales, desarrollado en Argentina e importado a nuestro país.
Se dice que el lunfardo, o coa como se conoce por estos lares, pasó a ser adoptado por las clases populares —de espaldas al español pulido de las elites— y de ahí saltó al tango y terminó en el rock argentino. Aquí hay engaño y engrupimiento. El cuento puede terminar aposándose en el Código Penal, teñirse de maldad y causar daño.

La Academia Chilena de la Lengua, por su parte, precisa que el chilenismo chamullar significa “proferir expresiones que resultan confusas, incomprensibles o falsas; mentir o engañar” y que chamullento sería “quien en sus actividades tiene la tendencia o el hábito de crear enredos o dificultades”, y chamullero quien “tiene el hábito de engañar o mentir” (EM, 22/06/2022).

Alguien podría argumentar —o chamullar más bien—, que no debiésemos ser tan estrictos y puristas con las palabras. Que son líquidas y su contenido solo se entiende bajo algún contexto cultural.
De hecho, el actual ministro de Educación, ante la discusión pública del uso de “les niñes” como una figura más inclusiva, decía con un cierto desparpajo que haría algo más que levantar las cejas del gran Andrés Bello, que “uno puede decir me rijo por la RAE en este aspecto, pero en otros no” (Bio Bio, 24/05/2022).

Suficiente de diccionarios y etimología. Vamos a algo más práctico.

Un destacado ejecutivo de una pujante empresa de marketplace decía que “por algún motivo y de forma amplia en el mundo empresarial, dejó de ser obvio que las promesas se cumplen. Si no es posible cumplir la promesa, es hora de cambiarla.
Sin cumplir con lo acordado, es imposible que desde el mundo empresarial podamos repercutir positivamente en los índices de confianza” y termina sentenciando que “no hay excusas para seguir, en buen chileno, entregando chamuyos de por qué una y otra vez no somos capaces de cumplir lo que prometemos” (EM, 22/07/2022).

En el plano gubernamental, el asunto parece admitir mayor ancho de banda, con énfasis entre los congresistas. Aquí el relato y el mito adquiere una importancia táctica y se premia la astucia y la sagacidad, aunque eso implique ir alejándose de la verdad. De ahí a la propaganda, para terminar en la manipulación, hay un paso. Las promesas de una felicidad instantánea y de un mundo paradisíaco, sin costos que asumir, están a la vuelta de la esquina, en especial en tiempos eleccionarios o en los inicios de los gobiernos inexpertos. Ese proceso, si es consistente y prolongado, va deteriorando la credibilidad en la esfera pública y mina la confianza de los gobernados.

Las palabras pueden ser cuchillos de varios filos. Chamullo es una de esas. Puede ser algo simple como hablar un idioma distinto al nativo. Puede ser algo que eleva y les dé sentido a hechos crudos, un cuento tejido con palabras sugerentes que azuzan la imaginación y crean una historia. Pero puede ser también un veneno manipulador, que esconde farsas y trunca la verdad. Este último sentido —el tóxico— parece estar extendiéndose por nuestro país, como maleza infértil y amenazante, cual acelerante de futuras trifulcas y malestares.

Las personas con poder, en particular los empresarios y los gobernantes, deben ser cuidadosos en no caer en chamullos que, bajo palabras hiladas y seductoras, fabriquen ideas interesantes, pero basadas en mentiras y triquiñuelas. En otras palabras, que caigan en el populismo y alimenten las fakenews. Esos chamullos socavan la confianza de la gente y la desconfianza termina descascarando esa pátina delgada que llamamos civilización.

Paro aquí. Suficiente, por ahora, de chamullos.

Publicada en El Mercurio.

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