El agotamiento de nuestro sistema político

16 de Agosto 2019 Columnas

La política chilena se encuentra en problemas. Muchos lo atribuyen a la miopía de la “clase política”. Este diagnóstico es defectuoso y resulta imprescindible corregirlo. El problema se encuentra en las instituciones. Se piensa que el presidencialismo garantiza un gobierno fuerte. Sin embargo, el presidente no puede producir reformas profundas en ausencia de “grandes consensos”. Bajo la creciente polarización y fragmentación políticas, un sistema presidencial no puede sino generar gobiernos débiles, diluyendo al mismo tiempo la responsabilidad política por la paralización del avance de cualquier programa político de significación.

La explicación es sencilla: ninguna fuerza política es hoy capaz de ganar, por sí sola, la presidencia y el control de ambas cámaras. En el mejor de los  casos, una inestable coalición programática en torno a las elecciones presidenciales y parlamentarias puede lograr tal control. En el peor, una coalición política gana la presidencia y las fuerzas de oposición controlan el congreso. Surge así un gobierno que se considera legitimado para llevar adelante su programa al haber ganado la presidencia, con un margen quizás considerable, pero que carece del apoyo parlamentario que necesita para su aprobación. El gobierno insistirá en su programa, pues transarlo se percibiría como traición a su base política. Las fuerzas de oposición naturalmente no lo aprobarán, pues ¿por qué traicionarían ellas sus propias bases políticas? Solo cabe esperar parálisis, fragmentación y polarización.

Una sociedad democrática en que ninguna fuerza política tiene un claro respaldo mayoritario está condenada a la inacción política, de la que solo puede escapar llegando a acuerdos. Los acuerdos requieren ceder. El gobierno debe asumir que, a pesar de haber ganado la elección presidencial, se trata de un gobierno de minoría. Eso es lo que por años hizo exitosamente la Concertación. Sus gobiernos no transaron gracias al presidencialismo, sino a pesar de él. Eso solo fue posible bajo las inusuales condiciones del retorno a la democracia.

El presidencialismo no genera incentivos para que se produzcan acuerdos entre gobierno y oposición. Estos exigen una enorme inversión de capital político. Mientras más estructurales sean las reformas necesarias, más improbable que se reúna ese capital. La fragmentación de la oposición aumenta la dificultad.

Es ilusorio esperar el surgimiento de una clase política virtuosa dispuesta a alcanzar acuerdos a pesar de las instituciones que los obstaculizan. Sólo un sistema de gobierno como el parlamentario, que propenda a asegurar institucionalmente una correlación entre las fuerzas políticas que lideran el ejecutivo y el Congreso, puede ofrecer una salida. Vivimos en tiempos peligrosos para la democracia. El costo de seguir retrasando la urgente reforma al sistema político puede volverse demasiado alto.

Publicada en La Tercera.

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