A cien años de la Marcha sobre Roma: las pistas de vigencia del fascismo italiano

8 de Noviembre 2022 Columnas

El 28 de octubre de 1922 ocurre uno de los acontecimientos más catastróficos para la historia moderna de Italia y de Europa: la Marcha sobre Roma [1]. Benito Mussolini, acompañado de tropas fascistas armadas, marcharon entonces de Milán a Roma para realizar lo que a juicio de ellos era la liberación del pueblo italiano de una «despreciable clase dominante». El rey Vittorio Emanuele III, en un histórico error de juicio, decide no enviar el ejército a enfrentar a la multitud fascista. Estos últimos, estaban mal preparados, su milicia era más una ilusión, toda la Marcha era una puesta en escena, un teatro de un poder inexistente, sostenido por la habilidad retórica de un líder y una masa informe que solo lograba cierta identidad por medios de las palabras y gestos de ese caudillo. Dos días después, el rey le entregó el poder a Mussolini, quien gobernó durante veintiún años, aplicó leyes antisemitas (más de siete mil judíos fueron enviados a campos de concentración), arrastró a Italia a la guerra (con un costo de cerca de medio millón de muertos), persiguió a sus opositores (al año 1937, ya había asesinado a Minzoni, Gobetti, Gramsci, Matteotti, Amendola y los hermanos Rosselli; además de deportar a más de quince mil italianos), instauró lo que él mismo designó como: un estado total. El fascismo italiano se transformó en un modelo de movilización populista de multitudes repletas de miedos, prejuicios, que claman por orden y valores (alguna forma de dios, patria y familia). Un paradigma para el extremismo de derecha. Veinticuatro años después, la Italia derrotada, pondrá fin a la monarquía. Y cien años después de la Marcha, un partido que tiene su origen en el neofascismo de posguerra, llega al poder en Italia.

¿Cómo es que fue posible su éxito? Un factor que no se puede menospreciar es la habilidad del propio Mussolini. Regularmente los dictadores son gente tosca y poco cultivada (basta pensar en Franco, Pinochet o Stalin), pero no era el caso de Mussolini. Era un hombre que provenía de la izquierda, con intereses por la literatura, filosofía y arte. Eso le permitió ser el líder e ideólogo del fascismo. De igual forma, especialmente en sus inicios, atraer la simpatía hacia el movimiento de artistas, como representantes del Futurismo y el Novecento. Eso también le facilitó el acceder a filósofos como el prestigioso hegeliano, Giovanni Gentile y ser admirado por el poeta Ezra Pound [2]. Poseía un sentido de las tácticas revolucionarias tanto en el uso de la retórica, violencia y estética pocas veces visto. Así como una notable comprensión de la sicología social italiana.

Pero las condiciones de un solo hombre no son suficientes para explicar el advenimiento al poder de un grupo revolucionario. El Estado italiano se encontraba económica y políticamente debilitado. Eso significaba que en la práctica carecía de la fuerza y voluntad para hacer respetar la ley frente a la acción fascista que promovía el desorden por medio de manifestaciones públicas, tomas, ataques a municipalidades, cuarteles de la policía, amenazas a dirigentes políticos y sindicales; en suma, eran protagonistas principales del desorden político-social que azotaba a Italia. Ante la inacción del Estado, para importantes sectores de la sociedad de la época, pasaron a ser vistos, paradójicamente, como la única opción de restablecer el orden político.

Esto último se vio favorecido porque sectores de la gran industria italiana, así como potencias occidentales, verán en el fascismo la única posibilidad de detener el avance de la izquierda, creyendo, equivocadamente, que Mussolini y su grupo, podrían ser fácilmente controlados por ellos.

Pero ¿por qué recordar a sus 100 años la Marcha sobre Roma? ¿No es algo tan del pasado como la llegada al poder de Julio César o de Napoleón?

Quizás sea conveniente partir distinguiendo dos ámbitos: el fascismo histórico irrepetible, de rasgos «fascistoides». Los fenómenos políticos nunca se repiten igual. Cuando se indica que tal o cual político o movimiento posee características «fascistas»; evidentemente no se está indicando que exista en él una intención de rehacer la ideología que articuló la forma del Estado, la economía y el proyecto político-cultural de la Italia fascista. El calificativo de «fascista» mantiene significación en cuanto se aplica a movimientos que rescatan valores contrarios al liberalismo normativo; vale decir, rechazan la igualdad de género, internacionalismo, el reconocimiento de minorías sexuales, la reparación histórica a grupos étnicos postergados, equidad social, autonomía individual por sobre el colectivismo y comunitarismo, comprensión abierta del pueblo-ciudadanía y no sustantiva-identitaria, secularismo y defensa estricta de la separación de los poderes del Estado. No es necesario que se den la totalidad de las anteriores, pero sí las suficientes combinaciones que permita identificarlo como antiliberal.

Lo anterior, acompañado de la idea de que la política consiste en una acción directa sobre un sujeto homogéneo identificado como «pueblo», el cuál solo deja de ser una multitud informe gracias a esa relación con ese líder o movimiento.

Tal característica de la forma de entender la acción política de los fascismos fue descrita de modo magistral por quien fuese el jefe de propaganda del nazismo y una de sus máximas figuras, Josef Goebbels, quien en su tesis doctoral (Ein deutsches Schicksal in Tagebuchblattem; Munich: F. Eber, 1933, p. 21) escribió:

«El arte es la expresión del sentimiento. El artista se distingue del no artista por el hecho de que puede expresar lo que siente. Puede hacerlo en una variedad de formas. Algunas por imágenes; otras por sonido; otras más por mármol, o también en formas históricas. El estadista también es un artista. Las personas son para él lo que la piedra es para el escultor. El líder y las masas son tan poco problema entre sí como el color es un problema para el pintor. Las políticas son las artes plásticas del estado, como la pintura es el arte plástico del color. Por eso la política sin el pueblo o contra el pueblo, es una tontería. Transformar una masa en un pueblo y un pueblo en un estado, siempre ha sido el sentido más profundo de una tarea política genuina».

Pero hay una tercera dimensión: el rechazo a toda forma de racionalismo, la búsqueda de valores más allá de la argumentación razonable como fundamento de lo político, la transformación del espíritu y lo telúrico en mito. Como nos recuerda Richard Wolin, en The Crisis of Parliamentary Democracy (1923) Carl Schmitt —el jurista alemán que quizás era aun más admirador de Mussolini que de Hitler— alaba el fascismo italiano: «La teoría del mito es el síntoma más poderoso de la decadencia del racionalismo del pensamiento parlamentario», escribe allí, y agrega que esto es cierto sobre todo en la medida en que, por primera vez en la era moderna, el fascismo plantea las perspectivas de «una autoridad basada en un nuevo sentimiento de orden, disciplina y jerarquía» (pp. 75-76).

El fascismo italiano representa para el jurista alemán el modelo a seguir por todos los intentos futuros de revertir la sublimación burguesa de la política y realizar una auténtica repolitización de la vida moderna: La democracia y el parlamentarismo solo podían ser superados por el poder irracional del mito nacional. Schmitt refiere al famoso discurso de Mussolini en Nápoles, el mismo 1922, antes de la Marcha sobre Roma, donde indica:

«Hemos creado un mito, este mito es una creencia, un noble entusiasmo […] no necesita ser realidad, es un esfuerzo y una esperanza, creencia y coraje. Nuestro mito es la nación, la gran nación que queremos hacer realidad concreta; para nosotros».

Repudio a muchos de los principios normativos del liberalismo, la idea del pueblo como una multitud a ser guiada y modelada, apelar a un mito nacional, son características existentes y rastreables hoy en partidos y movimientos en España, Italia, Francia, Escandinavia, Polonia, Hungría, Turquía, Rusia, Estados Unidos, Brasil, India, Israel, Japón, algunas expresiones del indianismo, ciertas formas seculares de nacionalismo árabe e interpretaciones político-mesiánicas del Islam. Y también en Chile.

La explotación del miedo ha sido una constante de los movimientos extremistas de derecha. Normalmente, se abusa de situaciones existentes (como la criminalidad o crisis económicas) para asignarles un carácter casi estructural y ontológico que explicaría la necesidad de rescatar o volver a supuestos valores e identidades míticas en el tiempo. Los recientes éxitos de la extrema derecha en Israel y Estados Unidos, son una muestra de lo anterior.

En Israel, una nueva versión de kahanismo ha obtenido el suficiente éxito electoral como para ser un factor determinante en el nuevo gobierno de Netanyahu. Sus raíces se remontan a las ideas del rabino Meir Kahane, quien sostendrá la supremacía racial, cultural e histórica del pueblo judío. De igual forma, la legitimidad del uso de la violencia terrorista para alcanzar sus objetivos. El morirá asesinado, y uno de sus seguidores, Baruch Goldstein, será el autor de la masacre de Hebrón Ingresando a la Mezquita de Ibrahim, provisto de granadas y un rifle de asalto con los que dio muerte a sangre fría a cerca de 29 árabes (y dejó heridos a otros 125). El partido kahanista, Kach, va a ser declarado una organización terrorista en los Estados Unidos, la Unión Europea, Canadá, entre otros países. Hoy el partido Otzma Yehudit, cuyo líder Itamar Ben-Gvir poseía una foto de Baruch Golstein como signo de su admiración por él, jugará un rol relevante junto a otras organizaciones que combinan un sionismo religioso con ideas nacionalistas extremas en el nuevo gobierno de Israel. No ha sido ni una crisis económica ni la alta criminalidad lo que explican su emergencia, sino la incapacidad en las últimas décadas de la otrora poderosa y respetada izquierda israelita y del centro político de poder construir una narración que compita con la traslación del mesianismo al nacionalismo identitario.

En Estados Unidos, el que fuese el partido de Abraham Lincoln y de Nelson Rockefeller, es un baluarte del extremismo de derecha. El partido Republicano ha cedido internamente a él, transformándose de forma significativa en un partido mainstream: anti-mainstream respecto de la tradición democrática americana [ABERBACH y PEELE, editores, 2011]. Donald Trump no es más que un nombre, un líder momentáneo, de un proceso mucho más profundo. En los años 60 desde la izquierda trotskista se generará un grupo de intelectuales conversos que renegando de su pasado, desarrollarán una nueva forma de conservadurismo, militante, revolucionario, que buscará extender el modelo norteamericano (entendido de forma originaria como una combinación de virtudes, cristianismo y libremercado) de forma global. Para eso desarrollaron revistas, centros de estudios, todo aquello que les permitiese ser competitivos en lo que entendían como una guerra cultural [VAISSE 2011]. Irving Kristol fue una de las figuras más sobresalientes de ese grupo.

Ronald Reagan les abrirá las puertas [PERLSTEIN 2020]. Será el inicio de la alianza entre ese nuevo conservadurismo, un nacionalismo norteamericano y la base religiosa evangélica. Esta proseguirá y se acentuará con George W. Bush hijo. Trump es una variante distinta de ese proceso. Es la combinación de nacionalismo, valores reaccionarios para los grupos religiosos y una narración que pone el acento en la reconstrucción de un Estados Unidos fuerte, más que en la expansión de sus valores.

Los intelectuales conservadores norteamericanos han mutado también. El cientista político Patrick Deneen es un defensor de un catolicismo tradicional, que estructura su entendimiento de la política desde la separación entre élite y pueblo, con los primeros como representantes del progresismo liberal; y los segundos, aquellos valores no contaminados por la cultura de Nueva York, San Francisco ni Boston. En ese contexto, para ese mundo, el autoritarismo de Viktor Orban aparece como un modelo deseable; una suerte de nuevo paradigma.

En la película de Federico Fellini Armarcord, que es una reflexión semiautobiográfica de la vida bajo el fascismo en su natal Rimini, los fascistas son retratados de forma grotesca, casi payasa [PARSHALL 1983]. Son personajes burdos, sacados de un vodevil de baja factura, una suerte de anticipo de los Trump y Bolsonaro. Como muestra la historia italiana, son un circo que esconde una potencial tragedia inmensa. Cuando esta ocurre, los pueblos y su dirigencia política democrática tienen responsabilidad. Esa responsabilidad parece que los italianos la olvidaron, prefirieron en la posguerra victimizarse, como si el éxito del fascismo hubiese sido el de un movimiento foráneo. Los pueblos no deben olvidar que no existen dictaduras prolongadas en el tiempo sin algún grado de complicidad de sectores muy extensos de la población (ese fue el caso en Latinoamérica, también).

Errores del liberalismo y de las fuerzas políticas democráticas, han sido el olvidar que un sistema debe ser defendido haciendo uso de la ley cuando se le busca quebrantar, pero también sin olvidar que la política implica, incluso en democracia, una batalla permanente por asentar de forma hegemónica los valores que dan sustento a ese sistema. Esa lucha no puede ser ganada solo con razones; se requieren pasiones, sentimientos. Con argumentos razonables propios de una discusión sobre los fundamentos del Derecho, nadie gana el alma de los votantes. Una autora como Judith Shklar sostendrá la imposibilidad de revivir en el mundo contemporáneo las antiguas virtudes cívicas, pero por eso la política democrática se debe basar en una permanente lucha, no por alcanzar el máximo bien, sino evitar el máximo de los males: el advenimiento de la violencia, la crueldad hacia las minorías y el temor como reglas de convivencia.

Publicada en Ciper.

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