¿48, 45, 40 ó 41? Cuánto deberían trabajar los chilenos

25 de Agosto 2019 Columnas

Uno de los temas que ha copado la discusión política de este último mes está referido a cuál sería el impacto en la economía de que laboral se reduzca de 45 a 41 horas, como propone el gobierno, o a 40 horas, que fue la iniciativa presentada por Camila Vallejos, con que la que comenzó el debate.

Lo primero que llama la atención es que, independiente del sector político, pareciera darse por descontado que debemos trabajar un mínimo de horas como si eso asegurara mayor productividad sin cuestionar, mayormente, las razones de fondo que determinaron alguna vez este piso laboral. El hombre siempre ha trabajado, al inicio por supervivencia y, en la medida que fue socializando y desarrollando, dividiéndose las tareas, apuntando a la especialización en distintas áreas. Las raíces de algunos apellidos dan cuenta de esa diversificación: Zapatero, Guerrero, Jurado o Pastor, son solo algunos ejemplos.

Sin embargo, hasta el siglo XVIII, aproximadamente, los ritmos laborales estaban determinados por la naturaleza. Aunque existía la opción de trabajar con luz artificial, como velas y lámparas a combustible, lo normal era limitar el trabajo a las posibilidades de la luz natural.

El cambio radical se produjo con la Revolución Industrial. La introducción de la fábrica en reemplazo del taller y de las máquinas en vez del trabajo manual, obligó a los trabajadores a funcionar tratando de adecuarse a los infatigables ritmos de éstas. La luz artificial en espacios cerrados contribuyó al desarrollo de condiciones inéditas que parecían extender la jornada eternamente.

El avance frenético de la tecnología, la necesidad de producir a ritmos acelerados y las jugosas ganancias de esta revolución cegaron los ojos de los empresarios y, aprovechando, el aumento de la oferta de los trabajadores y la baja demanda de éstos, gracias a las máquinas, se crearon las condiciones perfectas para su explotación.

No existían límites para los empleadores: ancianos, mujeres y niños podían ser tanto o más útiles y baratos que los obreros promedio. Lo interesante es que la mirada crítica surgió desde la misma burguesía. Claude Henri Rouvroy, conde de Saint Simon, llamó a acabar con la explotación del hombre por el hombre. Robert Owen, el más vanguardista, escribió contra el empleo de los niños en las fábricas y modificó su industria en beneficio de sus trabajadores. Luego vinieron construcciones teóricas más elaboradas como las de Marx y Engels quienes quitaron el velo a los “proletarios del mundo” para hacerlos conscientes de las condiciones de miseria en las que estaban.

Algunos países, en especial, Alemania, comprendieron la necesidad de hacer cambios para prevenir una revolución y avanzaron rápidamente hacia éstos. Estas ideas llegaron a este lado del mundo a fines del siglo XIX y, lentamente, se fueron haciendo cambios. En el caso de Chile, algunos hitos fueron la ley de habitaciones obreras en 1906, luego el descanso dominical, días festivos, la famosa ley de la silla, salas cunas, hasta llegar al Código del Trabajo de 1931.

 En medio de este debate, Gabriela Mistral, en su faceta menos conocida, señalaba en las páginas de El Mercurio en 1928: “Yo oiría con gusto a una delegada de las costureras, de las maestras primarias, de cada una de las obreras de calzado o de tejidos, hablar de lo suyo en legítimo, presentando en carne viva lo que es su oficio. Pero me guardaría bien de dar mi tiempo a la líder sin oficio, que representa al vacío como el diputado actual, y en cuya fraseología vaga no se caza presa alguna de concepto ni interés definido”.

Estas palabras son inspiradoras para eliminar de la discusión los elementos políticos y teóricos y centrarnos en los factores económicos y sociales que están comprometidos, avanzando hacia soluciones que se ajusten a las diversidades laborales del siglo XXI. Antes de legislar sería bueno, como decía Gabriela Mistral, escuchar más a los trabajadores y menos a los políticos.

Publicada en El Mercurio de Valparaíso.

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