1820´s

6 de Julio 2017 Columnas

La década de 1820 ha sido en general estudiada con un cierto desdén y desgano por parte de los historiadores interesados en el Chile decimonónico. Salvo algunas excepciones (pienso sobre todo en Simon Collier, Julio Heise, Alfredo Jocelyn-Holt y Sergio Grez), el período que corre —grosso modo— desde la caída de Bernardo O’Higgins en 1823 a la promulgación de la Constitución de 1833 ha sido analizado de forma negativa.

“Anarquía”, “desorden” y “faccionalismo” son los adjetivos más utilizados; tanto por los muy frecuentes admiradores de Diego Portales (quien, supuestamente, habría venido a salvar al país de la debacle provocada por los “revoltosos pipiolos”), como por algunos conspicuos historiadores “liberales”, Diego Barros Arana entre ellos.

Desde hace un tiempo que esta visión no me convence, cuestión que ahora he venido a ratificar gracias a una estadía de investigación en la John Carter Brown Library (Providence, Rhode Island), donde he podido leer y fichar un número importante de documentos impresos en Chile —o sobre Chile— a lo largo de la década de 1820. En ellos salta rápidamente a la luz lo muy productivos y originales que fueron los diversos proyectos políticos que se pusieron en marcha una vez que las élites del valle central consensuaron que el republicanismo era el mejor régimen de gobierno para el país. En efecto, dicho consenso había estado lejos de conseguirse en la década previa, cuando la revolución de independencia —y la guerra civil a ella aparejada— dividió a la sociedad chilena en bandos irreconciliables e impidió la creación de un sistema de gobierno perdurable en el tiempo.

Sabido es que la opción por la república no estuvo exenta de disputas facciosas entre federalistas y centralistas, civilistas y militaristas, ultramontanos y regalistas. Sin embargo, lejos de haber sido esto un problema o de haber atrasado el desarrollo de Chile (como sostiene acríticamente la mayoría de los historiadores), me parece que el faccionalismo de los veinte fomentó la aparición de publicaciones y reflexiones que enriquecieron el corpus ideológico sobre el que se construyó nuestro país. Un corpus ideológico cuyo objetivo último era reemplazar la legitimidad política que por siglos había representado el monarca español.

Esta crisis de legitimidad no sólo obedeció a un contexto del todo esperable (algo similar ocurrió en la década de 1780 en Estados Unidos y en la Francia posrevolucionaria), sino que además fomentó el surgimiento de iniciativas novedosas que repercutirían en los lustros venideros. No por nada la Constitución de 1833 se pensó siempre como una reforma de la Carta de 1828, la cual recogió muchos de los debates aparecidos en la prensa durante los años previos, abriendo a su vez las puertas a la implementación del régimen representativo que nos gobierna hasta el día de hoy.

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