Volando bajo

20 de Noviembre 2022 Columnas

Corría el año 1999 y estaba en la etapa final de mi tesis de licenciatura en Historia. Con este propósito, acudía de forma regular al archivo del Museo de Historia Marítima -en esa época Naval-, donde me recibía siempre, de manera muy amable, Raimundo Silva.

Todos mis apuntes y fotocopias iban siendo archivados en una carpeta de color azul. Se trataba de una carpeta real, tridimensional, de esas de tapa dura con un archivador metálico, en la que se acumulaba todo mi trabajo.

Si el destino quiso que el museo quedase muy cerca del estadio Elías Figueroa Brander -en esa época estadio de Playa Ancha- era porque los astros me llamaban a aprovechar el viaje y que fuera a ver el entrenamiento de Santiago Wanderers cuando cerraba el museo.

En la catedral del fútbol, uno se conecta con el espíritu y se olvida de las cosas materiales. Así lo pude comprobar en el momento cuando me subí a la micro y me di cuenta – a la altura de la avenida España- de que no llevaba mi carpeta. Tuve que bajarme raudo y partir de vuelta con la angustia del adicto -en este caso a Wanderers- que se percata de que su vicio ya empieza a afectar su vida laboral o estudiantil.

Por suerte, a ninguno de los escasos hinchas que, igual que yo, estaban capeando el día viendo un entrenamiento de Wanderers, les interesaban mis apuntes sobre el francés Eugene Chouteau -el tema de mi investigación-, ni las fotocopias de los primeros números de la Revista de Marina. Gracias a esto, la carpeta azul estaba en el mismo lugar donde la había abandonado, esperando, cual capullo, convertirse en tesis.

La historia habría sido muy distinta dos décadas después. La carpeta habría sido virtual y estado contenido en el archivo de un computador. No es que dude de la honradez de mis correligionarios wanderinos, pero de seguro, si se me hubiese quedado el computador, en vez de la carpeta, habría perdido todo, incluido el respeto de familiares, compañeros y amigos.

Pienso en esta anécdota que tuvo un final feliz a propósito del ornitólogo británico Peter Harrison quien, durante su visita a Cochoa, luego de haber arribado a Valparaíso en un crucero, fue víctima de un robo en el que perdió todo el material que había recolectado después de cinco años de estudio.

Uno revisa estas noticias en la red social del pajarito y, vaya paradoja, pareciera que la culpa es del profesor por no haber respaldado la información. Con mucha autoridad, lo acusan de “Pajarón”, le advierten de que no hay que poner todos los huevos en la misma canasta, que lo pillaron volando bajo y le exigen a un adulto mayor que se sepa manejar con Dropbox, Google Drive o Onedrive. Lo que es equivalente a pedirle a los mismos genios que le recriminan que envíen un telex, un fax o una carta por correo tradicional con estampillas.

Obviando esta mala onda, hay que conceder que el robo a turistas no es patrimonio de los chilenos ni tampoco de la región de Valparaíso. Es una práctica tan antigua como la prostitución y ocurre en todo el mundo, desde hace siglos. Siempre han existido los pillos que se aprovechan del despiste y deslumbre que provocan los lugares novedosos para los visitantes. Si ocurre en Roma, Barcelona y París por qué no va a pasar en Viña del Mar.

Esto no nos exculpa. Por el contrario, nos obliga a advertir a los turistas que no pueden confiar en nadie -incluido el chofer que los traslada-, a tener cuidado con las cosas y estar atentos a cualquier movimiento sospechoso. Asimismo, surge la necesidad de instruir a las policías para que den un trato especial a las víctimas. De hecho, una de las cosas que causó desolación en Mr. Harrison fue la actitud displicente de los Carabineros.

Finalmente, a diferencia de la recuperación de mi carpeta, la historia de Mr. Harrison no ha tenido un final feliz. Es una lástima que el recuerdo que tendrá el destacado investigador será el de una fauna extraordinaria en la que conviven, su especialidad, las aves marinas con otras muy distintas, aves de rapiña y carroñeros que abundan en las calles y redes sociales.

Publicada en El Mercurio de Valparaíso.

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