Una nueva institucionalidad para la admisión a la educación superior

10 de Enero 2019 Columnas

Se apagó el debate anual que genera la divulgación de los resultados de la PSU. Como es habitual, este se centra en las brechas por nivel socioeconómico y crecientemente en las de género, sobre todo en matemáticas. No siempre los argumentos que se esgrimen en estas oportunidades están bien sustentados, tienen coherencia o son útiles para pensar en un nuevo sistema de admisión.

En esta ocasión se habló más de cambio, en gran medida porque, a partir de la admisión 2021, el sistema será gestionado por la futura Subsecretaría de Educación Superior. Un diseño curioso y no es evidente qué resultará de esta disposición legal. Esto no se trata solo de administrar una plataforma de postulaciones, como ocurre en el nivel escolar, sino de desarrollar un sistema de admisiones de gran calidad.

Hay poca conciencia del mal estado del sistema actualmente vigente. Por cierto, debe reconocerse que el Demre ha hecho un esfuerzo interesante por mejorar técnicamente los instrumentos de selección, pero ese es un mínimo. Es alarmante, entre otras dimensiones, la falta de estudios serios con los que se gestiona un sistema de tan altas consecuencias. La capacidad predictiva del desempeño de estos instrumentos debiese estar evaluándose de manera sistemática, sus efectos sobre la equidad no pueden dejarse de lado (baste señalar que la institucionalidad apenas se inmuta cuando construye la prueba sobre contenidos que los liceos técnico-profesionales no cubren), la incorporación de nuevos instrumentos que enriquezcan el proceso de admisión debiera estar siempre en evaluación y el impacto sobre el sistema escolar de los instrumentos elegidos debe ser parte habitual del análisis. Estos son solo algunos de los desafíos. Piénsese que ni siquiera existe una buena publicación estadística con los resultados del proceso de admisión de hace un año.

Tenemos en esta materia, entonces, una institucionalidad que transcurre alejada de escrutinios y rendiciones de cuenta razonables. Muchos de los cambios que se hicieron desde que se abandonó la PAA fueron anunciados como soluciones a diversos problemas. Nada de ello ocurrió. Esas afirmaciones nunca estuvieron basadas en evidencia sólida, en información que pudiese ser replicada o en estudios que dieran cuenta de la complejidad de estos asuntos. Tampoco se han generado suficientes datos que permitan analizar los impactos de esos cambios. Sin embargo, que ellos han sido enormes salta a la vista.

Quizás el más dramático: una educación secundaria empobrecida. Al medir habilidades, en la forma que se hace, a partir de los contenidos curriculares de esta educación, se ha condicionado en exceso la manera en que estos son aprendidos y conversados. La educación se transforma en un conjunto de píldoras que deben “tragarse” para superar un test de altas consecuencias. Nadie puso demasiada atención en este efecto, porque se apuntaba a mejorar la equidad. Una prueba basada en contenidos curriculares, se dijo, comunes a todos los estudiantes, nivelaba oportunidades. Pocos se detuvieron a considerar que esas píldoras son mejor elaboradas por los preuniversitarios y, claro, no son muchos los que tienen acceso a ellos. La importancia de estas organizaciones aumentó y, con ello, las brechas entre estudiantes de distinto nivel socioeconómico.

Había que idear una nueva forma de satisfacer la promesa. El mal llamado ranking abría una nueva esperanza. Sin importar la discriminación que significaba su mal diseño y la inexistencia de estudios suficientes y bien hechos que avalaran su aporte, se llevó adelante. Otra vez los resultados han sido decepcionantes. Su contribución a la equidad brilla por su ausencia, pero sí ha impactado el desarrollo de la educación secundaria. Hay, por una parte, una tendencia a la inflación de notas (González y Johnson, Estudios Públicos N. 149) y, por otra, y cómo no, un nuevo impulso de los preuniversitarios con, por ejemplo, programas en primero y segundo medio para mejorar las notas. Todo esto, cabe decirlo, se anticipó, toda vez que más que un ranking era una bonificación de las notas altas.

Si algo caracteriza estos desaciertos es la falta de una institución robusta, transparente, con una capacidad sistemática de estudio, que rinda cuentas y justifique bien sus decisiones. Requiere una organización apropiada y un gobierno corporativo adecuadamente constituido. Es indudable que su objetivo principal debe ser predecir lo mejor posible desempeño académico en la educación superior, pero sin dejar de considerar el alcance de sus decisiones. Si, a propósito de la exigencia que impuso la Ley de Educación Superior, el Ministerio de Educación avanza en esta dirección, habrá hecho una contribución relevante al país.

Columna publicada en El Mercurio .

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