La razón fundamental que justifica el Estado y su monopolio de la fuerza es protegernos de la depredación mutua. Sin ello, cualquier otro anhelo es solo una promesa vacía. (Así que ojalá el gobierno se lo tome con la seriedad que merece, algo no siempre evidente). Esta seguridad es central para nuestras vidas.
También deseamos que el Estado promueva la seguridad en la sociedad. El deseo de que un buen pastor nos proteja (no sólo para engordarnos y luego vendernos o devorarnos, como sostuvo Trasímaco en La República de Platón) está profundamente asentado en muchas psiques. Como discutí en mi libro Ética y Coronavirus, hay crisis que extreman este deseo. Piense cómo en la pandemia el deseo de protección llevó a tantos (algunos hoy en el gobierno) a oponerse a la reapertura de los colegios y así a sacrificar a una generación completa de niños y jóvenes desaventajados sin siquiera parpadear (la alternativa es que a la base del sacrificio haya habido cálculo político –elija usted).
El deseo de seguridad suele ser alimentado por economistas que ven las correlaciones o causalidades entre actividades y costes o daños, como si fueran razones suficientes para restringir las libertades o encarecer o dificultar su uso. Pero no son razones suficientes, al menos si la libertad importa. Y aunque evitar daños a terceros es una buena razón para restringirlas, como notó John Stuart Mill, el conocido defensor del principio de daño, no todo daño o riesgo lo justifica: aunque el veneno se ocupa a veces para asesinar, también se usa para desratizar, así que no debiera prohibirse su venta (su propuesta es que el farmacéutico lleve un registro de clientes para que en caso de asesinato la policía tenga sospechosos).
Responder a este deseo es, por supuesto, un fin político apropiado. Los problemas surgen cuando se transforma en una manía, un deseo infinito que siempre exige más, tanto por parte de los que desean ser protegidos como de los que quieren protegerlos: poco a poco, la reglamentación securitaria va ahogando la libertad, limitando y frustrando las posibilidades de despliegue en la vida. Esto es justamente lo que hace la moción de los diputados que condiciona a certificados médicos la posibilidad de los mayores de 65 años de conducir un automóvil. Cierto. Hay países, como Suiza, que se los exigen a los mayores al renovar la licencia de conducir. Pero también hay otros. En Alemania se renueva cada 15 años sin examen ni certificados médicos (cada 5 años y con certificados es para camiones y buses).
Las edades de la vida nos alcanzan a todos; y tal como vivir implica riesgos, vivir en sociedad implica asumir riesgos comunes. Querer evitar en la sociedad todo comportamiento que implique riesgo de daño o disminuir todo riesgo, tendría costes inaceptables en nuestras vidas y lo que las hace valiosas. Ojalá los diputados lo vean así (liberándose del dominio omnipresente y opresivo de tantos economistas bienintencionados).
Publicado en La Segunda.