Santa Sofía de nuevo crucificada

9 de Agosto 2020 Columnas

Desafortunadamente, no todas las épocas son favorecidas con líderes loables. En los últimos meses nos hemos percatado de —o bien confirmado— la magra calidad humana de muchos de quienes encabezan los gobiernos del mundo entero en medio de esta lamentable emergencia sanitaria. Peor aún, como la propia historia nos ha enseñado en forma reiterada, es en tiempos de incertidumbre que, con la atención de la ciudadanía disgregada en múltiples frentes, tales dirigentes aprovechan los climas inestables para dar rienda suelta a sus intereses más tiñosos.

Hace ya más de una semana, el gobierno turco, capitaneado por el conservador Tayyip Erdogan, proclamaba con bombos y platillos que Santa Sofía, el patrimonio arquitectónico más importante legado por el imperio bizantino, y que en sus orígenes fuese una iglesia cristiana, sería reconvertida en mezquita. La justificación de Erdogan parece casi trivial, al argüir que se trata solo de un ejercicio afincado en el derecho soberano del Estado. Sin embargo, quienes han seguido con atención las sucesivas amenazas que culminaron el pasado 10 de julio no son incautos: este es un gesto que apela a esa parte de la población turca que se identifica con el fundamentalismo religioso y con un peligroso sentimiento nacionalista, curiosamente, un electorado afín con el que llevase al poder en nuestro continente a políticos tan cuestionados como Trump o Bolsonaro. Frente a la honda crisis económica suscitada por el coronavirus en Turquía, la distracción perfecta que permite a la autoridad salir airosa es llevar al cadalso a uno de los logros artísticos más notables de la humanidad, sacrificando el valor ecuménico del que gozaba hasta hace poco y poniendo en serio riesgo su conservación debido al nuevo uso que se le ha otorgado.

Tan pronto se difundió la noticia, no pude evitar recordar la notable novela “Cristo de nuevo crucificado” de Níkos Kazantzákis: Santa Sofía, una vez más en sus casi mil quinientos años de historia, parece ser ofrecida como un chivo expiatorio para alivianar conflictos mezquinos que invitan a preguntarnos si acaso la clase política turca encarna los valores que dice representar. Lo que esta ignora, como asimismo sus equivalentes en tantas otras latitudes del planeta, es que sus actos tendrán que encarar el inevitable juicio de las generaciones futuras. El monumental edificio, por su parte, ya ha sobrevivido en no pocas oportunidades a los caprichosos vaivenes de los mandatarios de turno, y hemos de esperar que esto también ocurra en el presente caso.

Tal vez en un futuro próximo, ojalá más temprano que tarde, Turquía goce de mejor suerte y encuentre entre sus gentes a un nuevo Kemal Ataturk, aquel extraordinario prócer que en 1934 decretó que Santa Sofía se transformase en un museo. Esta decisión buscó reflejar la naturaleza multicultural que ha caracterizado a Estambul desde sus orígenes en la vieja ciudad de Constantino, donde cristianos, judíos y musulmanes eran cobijados bajo la enorme cúpula de Santa Sofía y que, como el historiador Procopio del siglo VI registra en sus crónicas, pareciera pender “del cielo sujeta por una cadena de oro”.

Publicada en El Mostrador.

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