Reloj de arena

24 de Septiembre 2023 Columnas

Hasta hace medio siglo, las dunas de Viña del Mar y Concón fueron un lugar olvidado. Gigantes masas de arena que constituían una frontera natural hacia el desarrollo inmobiliario y que servían de atracción para algunos visitantes que se interesaban en imaginar cómo era caminar en el desierto.

Mis primeros recuerdos relacionados con ellas son de niño, yendo a recorrerlas, caminando sin un destino, con los zapatos y los calcetines en la mano para avanzar más rápido, confiando en que no iba a encontrarme con un vidrio enterrado. Ahí se podía saltar, correr y lanzarse de cabeza confiado en la amortiguación de la arena. El viaje habitual era bajarse en la avenida Edmundo Eluchans y recorrer la extensa duna hasta la bajada que daba a la playa los Lilenes para tomar la micro de regreso rumbo a Viña, después de haberse sacado la arena de los pies. Un largo e infructuoso proceso, porque la sensación de la arena en los dedos y en la cabeza no se acababa hasta que uno terminaba en la ducha. Luego, los retos por dejar el piso con arena y la difícil tarea de deshacerse de ella con una escoba.

Ya más grande, las dunas se transformaron en lugar apreciado para juntarse con los amigos a carretear y hacer una fogata. En esa época, la verdad es que no había mayor conciencia sobre el medio ambiente y pocos se cuestionaban si eso hacía daño o no. Lo común era que las personas botaran las botellas y las latas en la misma duna, sin preocuparse de llevar la basura.

Eran los mismos años en que tampoco había un control sobre los vehículos con doble tracción que se internaban en la duna por un camino que ya estaba marcado y al que se frecuentaba los fines de semana. Sin ningún control de los carabineros, los jeeperos probaban sus habilidades y la potencia de sus Vitaras o Troppers que por esos años estaban de moda.

Tiempo después, alguien se dio cuenta de que esto podía ser un buen negocio y se instaló con el arriendo de tablas de bodyboard para que los niños pudieran tirarse desde lo alto hasta la avenida Concón Reñaca. A medida que esta zona fue creciendo, la maniobra cada vez se hacía más peligrosa, desafiando a los autos que pasaban raudos pisando el pie de la duna.

Desde lo alto de la montaña de arena, además de la vista privilegiada que se tenía del mar, Valparaíso, Viña del Mar y Quintero, se podía ver hacia el este cómo toda la zona que antes hacía honor a su nombre, Bosques de Montemar, comenzaba a urbanizarse a un ritmo acelerado. El primer paso se dio al costado, en Los Pinos. Ahí se hicieron las primeras casas que disfrutaban con la tranquilidad y la desconexión estando a minutos de la ciudad. Como en El Señor de los anillos, esos vecinos hoy se aferran al camino de tierra que les queda, el único vestigio de un paraíso que terminó siendo acorralado por la urbanización.

Los colegios Albamar y Sagrada Familia fueron los primeros en instalarse en esa zona allá por el año 1997 y comenzaron a ser un polo de desarrollo. Recuerdo que hace veinte años, el profesor Sergio Elórtegui partía con sus alumnos de biología rumbo a las dunas a descubrir una flora y fauna que para el resto era invisible y que empezaba a ser amenazada por la llegada del ser humano. Sus libros, que por aquellos años eran una guía, hoy resultan ser un catálogo de especies extintas.

Uno de sus libros “Las dunas de Concón. El desafío de los espacios silvestres urbanos”, publicado el 2005, Elórtegui, además de dar cuenta de forma detallada de los distintos elementos naturales que aquí se encontraban, todavía era optimista sobre la posibilidad de llevar a cabo un desarrollo inmobiliario sustentable, en armonía con el medio ambiente. Lamentablemente para todos y en contra de su pronóstico, la irresponsabilidad, la codicia y la desidia de la mayoría (me incluyo) permitió lo contrario. Hoy sufrimos las consecuencias.

Publicada en El Mercurio de Valparaíso.

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