Por qué no importa la calidad

15 de Marzo 2019 Columnas

Es un lugar común sostener que la reforma educacional de Michelle Bachelet partió al revés. Que antes de entrar a picar en la educación particular subvencionada por sus efectos estratificadores, debería haber concentrado sus esfuerzos en una educación municipal de calidad. Así, incluso, no habría drama con la bendita tómbola. A fin de cuentas, todos quedarían en buenas opciones. Si todos los chilenos tuvieran educación de calidad, habría mayor igualdad de oportunidades y probablemente menos desigualdad de resultados. La desigualdad restante podría ser atribuida, ahora sí que sí, al mérito. En resumen, Bachelet se habría dedicado a cambiar las condiciones de acceso y de financiamiento sin referirse a lo más importante: la calidad.

Este es un lugar común súper razonable. Pero es un lugar común ingenuo. La calidad importa menos de lo que parece. Dicho de otra manera, la calidad no es lo que parece. Lo que los padres denominan calidad está relacionado con la capacidad de un establecimiento de cumplir una promesa educacional. Esto es, de dejar a sus hijos en una buena posición para enfrentar la carrera de la vida. Pero lo que determina una buena posición es relativo a la posición del resto. Si todos quedan en una buena posición, nadie queda en una buena posición. No, al menos, en un sistema competitivo de mercado cuyas posiciones más apetecidas son limitadas. En ese sistema, por mucho que todos hayan comprado cancha, algunos se ubicarán en cancha vip y otros en cancha diamante. No todos caben en cancha diamante. Si todos cupieran en cancha diamante, no sería cancha diamante. Sería cancha.

En eso, el exministro Eyzaguirre tenía razón. Si el objetivo de la reforma educacional de Bachelet era igualitario, entonces había que quitarles los patines a los que corrían con ventaja. Para seguir el ejemplo, había que abolir cancha vip (la cancha diamante no la tocaron). Ponerles patines a todos, como pidió la derecha, es prácticamente imposible. No solo, advertía Nozick, por lo que cuestan las “nivelaciones hacia arriba”. Sino porque los patines cumplen justamente la función de aventajar al resto. Lo que quieren las familias que hacen un esfuerzo en equipar a sus hijos e hijas con patines es que ellos y ellas accedan a las posiciones sociales más altas dentro de un rango posible. En el improbable evento de que el Estado pueda ponerles patines a todos los niños y niñas de Chile —es decir, que pueda asegurar “calidad” a todos—, esas mismas familias equiparán a sus hijos con scooters.

Recordemos las marchas que organizó la Confederación de Padres y Apoderados de Colegios Particulares Subvencionados de Chile (Confepa) durante el pasado gobierno. En una de ellas, se leía un cartel que decía “no nos queremos mezclar”. En la percepción de esa clase media que fue capaz de emigrar de la educación municipal, los incipientes patines que tienen sus hijos no solo son el resultado legítimo del esfuerzo de sus padres sino que además constituyen la afirmación de un cierto estatus. El estatus es la posición que una persona ocupa en un grupo social. Es, por tanto, siempre relativa respecto a la posición del resto. Si todos acceden automáticamente a mi estatus, mi estatus deja de reflejar una posición diferenciada. Pero eso es justamente lo que resulta en los mercados. Incluido el mercado de la educación. Acá, lo que se persigue no son solo bienes curriculares, sino esencialmente posicionales. Si las familias son libres de equipar a sus hijos con lo que sea necesario -incluyendo scooters y monopatines con turbo- para acceder a esas posiciones sociales limitadas, entonces siempre habrá desigualdad y nunca tendremos una cancha pareja. Nozick habría visto con claridad el punto de Eyzaguirre: para limitar la desigualdad, en algún punto hay que limitar la libertad.
El sistema educacional chileno hasta la reforma de Bachelet, agregaría Nozick, es un buen ejemplo de cómo la libertad se abre camino y genera (a su juicio, legítima) desigualdad.
Por lo anterior, la calidad tiene solo limitada relación con lo que se enseña en una sala de clases, con metodologías pedagógicas o con la capacidad de un colegio de inculcar disciplina. Esas cosas inciden en la calidad. Sin embargo, para algunos padres, la calidad pasa por mezclarse. Para otros, pasa por no mezclarse. Para los primeros, pasa por obligar a los segundos a que no compren cancha vip o que no ocupen patines. Para los segundos, pasa por que se les permita usar los dispositivos necesarios para aventajarse. En cancha vip se encontrarán con familias como ellas, es decir, con un nivel cultural similar. En la carrera de la vida, competirán entre ellos. Pero, al menos, competirán por la mejor vista de la cancha vip. Competirán entre aquellos con patines, con la tranquilidad de que los que corren a pata pelada no los alcanzarán jamás. Ni hablar de los que habitan la cancha diamante. Esos ni miran para atrás. El turbo monopatín los aventajó lo suficiente. Esa es la verdadera educación de calidad en una sociedad libre de mercado: la que permite diferenciarme en el acceso a las posiciones sociales más apetecidas.

Publicada en Revista Capital.

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