Malentendidos acerca de la descentralización

11 de Diciembre 2020 Columnas

Entre 1974 y 1976, la dictadura militar definió el diseño de la organización territorial del poder político y la administración, primero con las nuevas regiones, luego con las provincias y, finalmente, con las comunas. Ese diseño, validado en 1989, marca hasta el día de hoy dos rasgos esenciales del sistema político chileno.

El primero es que el gobierno representativo tiene dos niveles básicos de legitimación electoral: el central (nacional) y el local (municipal). En este esquema, el nivel intermedio (regiones, provincias) es gobernado por el poder central.

El segundo es que por primera y única vez en el siglo XX y XI las divisiones territoriales más extensas que preexistían (provincias) fueron integradas en nuevas y menos divisiones territoriales de mayor extensión (regiones). Lo más seguro es asumir que esa reordenación tuvo una razón de estrategia militar. Pero también seguía una lógica de racionalidad administrativa que había sido planteada en la década anterior, la de integrar particularidades en unidades con mayor poder económico.

En los más de 30 años transcurridos desde las primeras elecciones libres han sido introducidas modificaciones en el sistema. Ellas han sido entendidas como correcciones, pero en realidad son distorsiones.

En el diseño originario, el primer rasgo se combinaba con una forma de participación de la comunidad en un consejo generado corporativamente. Esa lógica no resistió la redefinición de la legitimación política derivada del triunfo del No en 1988. Por eso, su generación pasó a ser electoral indirecta (1992) y más tarde directa (2014). Está bien que el poder político se legitime como gobierno representativo. El problema es someter el gobierno regional a una tensión insoluble entre dos lógicas de legitimación electoral independientes entre sí. ¿Acaso habría sido viable el gobierno municipal bajo esa tensión?

Ahora se supone que la elección directa del gobernador regional removerá esta tensión. Pero cualquiera que conozca las condiciones en que este cargo debutará sabe que, por el contrario, la elección del gobernador no hace más que aumentar esa tensión. Porque el poder central no desaparece del gobierno regional, sino que se desplaza del antiguo intendente al nuevo “delegado presidencial regional”, quien tendrá a su cargo “el gobierno interior de la región”, es decir, toda la administración que depende de los ministerios, incluyendo la fuerza pública, la propuesta de ternas para los secretarios regionales ministeriales y el ser interlocutor de la región ante las autoridades centrales.

El segundo rasgo ha permanecido, en general, más estable. Pero en las ocasiones en que ha sido modificado, la tendencia ha sido justamente la inversa, hacia la provincialización: el 2007, Arica y Parinacota se segregó de Tarapacá (Iquique), Los Ríos (Valdivia), de Los Lagos norte (Osorno) y Aysén, de Llanquihue y Chiloé (Los Lagos sur), y el 2017, Ñuble (Chillán), del Bíobío (Concepción).

En resumen: la elección de representantes para el gobierno regional no ha sustituido el poder que el gobierno central ejerce en administración de la región, sino que ha introducido una maraña de facultades inciertas e incluso aún por atribuir, indefinidamente (¡y por el Presidente de la República!). Sin olvidar, las tradicionales rivalidades locales que han prevalecido sobre la finalidad de identificar unidades territoriales económicamente significativas.

¿Qué futuro tiene un proceso de descentralización marcado por estas tendencias? Es bastante previsible: un escenario de conflictos con el gobierno central y el municipal, burocratizados, judicializados o politizados, y una disposición provincial cada vez más irreversiblemente adversa a generar una auténtica descentralización. Esa descentralización, que supone una transferencia de poder con respaldo en la recaudación de impuestos, una redefinición drásticamente restrictiva de los servicios públicos nacionales con cargo a la creación de servicios regionales y una definición relevante de poder regulatorio en la región no puede hacerse con ese nivel de atomización.

Para llevar adelante esa descentralización, las regiones –o como se las denomine para evitar malentendidos- tendrían que ser pocas. En la década del 50, la CORFO clasificó famosamente las provincias en seis megaregiones. Podría pensarse tan solo en cuatro: tres extensas y una cuarta concentrada en la ciudad de Santiago y las actuales regiones circundantes.

Lo mismo tendría que suceder en las áreas metropolitanas para hacer posible un gobierno urbano racional y corregir desigualdades en ese nivel: todas o la mayor parte de las comunas de la Región Metropolitana, de la Provincia de Concepción y de las Provincias de Valparaíso y Marga Marga tendrían que refundirse en un solo gran gobierno municipal. La simple coordinación de las comunas para algunos asuntos no es suficiente.

No han faltado candidatos a primarias de gobernadores que han postulado su función como el remedio al problema del desgobierno y la segregación urbana. Pero eso es hoy una arriesgada paradoja. Sin poder real frente a los alcaldes y al delegado presidencial, el gobernador es en su mejor versión un ejecutor del presupuesto definido por el poder central, y en su peor, una mezcla peligrosa de bufón y agitador con respaldo electoral.

La descentralización del poder nacional y la racionalización urbana del poder local exigen una transformación tan radical de nuestras instituciones y prácticas, que incluso si sus bases fueran diseñadas con audacia y rigor en una nueva constitución se necesitaría un esfuerzo político y social gigantesco para implementar ese diseño. Porque no sólo afectaría las peculiaridades psicosociales locales, sino un poderoso mundo de intereses que no tienen compromiso alguno con la razón ni la justicia.

Publicado en The Clinic

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