La tolerancia y el reglamento

30 de Agosto 2021 Columnas

Hasta ahora la Convención parece animada por la idea de que la justicia y el reconocimiento consisten en la reivindicación de lo particular frente a lo general: rescatar las identidades del olvido, la sumisión o la postergación en que se hallarían.

Este celo particularista —que anima también el reglamento de ética propuesto para la Convención— amenaza con convertirse en un problema cuando se pierde de vista que, en último término, el deber de no discriminación se funda en la igualdad general de todas las personas. La afirmación de los grupos desfavorecidos debe poder reconducirse a la igualdad ante la ley, porque, además, nada garantiza que las reivindicaciones de los diferentes grupos sean compatibles entre sí: por ejemplo, las demandas feministas con —y por emplear las palabras del reglamento— la “sabiduría ancestral” de los pueblos originarios, que puede ser profundamente patriarcal.

Sabidurías más recientes (pero más mundanas) sugieren que no existe algo así como una armonía preestablecida de las reivindicaciones particulares y que, por el contrario, la coexistencia de diferentes grupos e identidades solo es posible bajo un régimen general de tolerancia. Y aquí tropezamos con un segundo problema: los redactores del reglamento no parecen muy dispuestos a padecer la primera y principal molestia que impone un régimen de ese tipo: escuchar opiniones que no nos gustan. O eso al menos sugiere su definición de “violencia” y de “negacionismo”. La primera es definida no solo como una “acción”, sino también como una “omisión”, que tenga “un efecto físico, psíquico o emocional”. Aquí los redactores parecen haberse ido al otro extremo de aquellos que sostienen que existe un derecho a ofender: quieren censurar a priori cualquier opinión que pueda resultar ofensiva. Sin embargo, ni existe un derecho a ofender ni las ofensas son la medida de la libertad de expresión. Las ofensas —que no las injurias ni la incitación al odio— son y deben ser consideradas como un mero accidente del ejercicio de esa libertad.

Otro tanto ocurre con la noción de “negacionismo”, que parece ideada no solo para impedir la apología “de los delitos de lesa humanidad”, sino también para garantizar la legitimidad histórica del “estallido social” y de sus consecuencias. Además, la definición de negacionismo del reglamento se compromete expresamente con una visión maniquea de la historia nacional (seguramente muy similar a la del juez Daniel Urrutia).

Hace no mucho los partidarios del divorcio, el aborto, el matrimonio igualitario demandaban que “al menos” se discutieran sus reivindicaciones. Y así se hizo. Nadie se los impidió. Si la Constitución es redactada con el mismo espíritu que el reglamento, está por verse si en el futuro ese será igualmente el caso.

Publicada en El Mercurio.

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