La noche del 17 de septiembre

20 de Septiembre 2020 Columnas

En internet anda circulando un video en el que se le pregunta a los jóvenes qué se celebra el 18 de septiembre y, al escuchar las respuestas, uno no sabe si reír o llorar. El camino facilista sería hacer recaer toda la culpa en los estudiantes, sin considerar la responsabilidad que ha tenido el Ministerio de Educación y los profesores de historia en hacer de esta una materia tan poco atractiva.

Uno de los problemas ha sido que la historia, para poder enseñarla, ha sido cercenada en cortes espaciales y temporales que terminan desvirtuando la realidad. De esta forma, aprendimos la “Historia de Chile”, separada de la “Historia Universal” y cada una de éstas, divididas en etapas como si fuesen capítulos independientes de una serie de Netflix en la que un tema no necesariamente tiene relación con el otro.

El corolario de este sistema son las pruebas de selección múltiple que facilitan la vida de los profesores y obligan a los alumnos a memorizar fechas y nombres. El resultado es que muchos alumnos llegan a la universidad considerándose “malos para la historia” por el único hecho de tener mala memoria.

La enseñanza de la historia tiene sentido en la medida en que seamos capaces de transportarnos en el tiempo hacia el pasado, hasta llegar a comprender los valores y las problemáticas que aquejaban a nuestros antepasados.

Pongamos como ejemplo el 18 de septiembre de 1810. Aunque fue un acto soberano, estuvo lejos de constituir la independencia de Chile. La junta de Gobierno se instaló en nombre de Fernando VII, para defender sus derechos hereditarios mientras estuviese preso. Se juró defender el reino hasta con la última gota de sangre y respetar sus leyes. Mientras para los más conservadores, esta junta iba a significar una serie de males, quienes la llevaron cabo jamás imaginaron el largo camino de “sangre, sudor y lágrimas” que costaría alcanzar la emancipación definitiva. Ninguno, obviamente, podía saber realmente qué iba a suceder, tal como suele ocurrir con la toma de decisiones trascendentes de los países y de las personas.

Para poder comprender el hecho en su real dimensión, tendríamos que tratar de meternos en la cabeza de algunos de los 437 vecinos que fueron invitados a la reunión del Cabildo. La repartición no fue casual: por lo menos dos tercios fueron entregadas a quienes estaban a favor del establecimiento de una junta de gobierno.

Muy pocos, asegura el historiador Diego Barros Arana podían comprender la importancia del acto del que tomaban parte. Lo que no debió haber sido impedimento para que más de alguno se haya sentido abrumado la noche del 17 de septiembre frente a lo que iba suceder ¿Valía la pena reunirse?¿Qué pasaba si Napoleón se consolidaba en el poder? ¿Votar a favor de la junta o votar en contra? ¿Estarían Fernando VII o el virrey a favor este acto o podrían emprender luego represalias?

En definitiva, no podemos comprender este acontecimiento si no nos involucramos con las emociones que no dejaban dormir a ese vecino de Santiago la noche previa al 18. Sus dudas no deben haber distado mucho de las que podrá sentir alguno de nosotros para la noche del 24 de octubre.

Nosotros sabemos cómo terminó la larga historia de la independencia de Chile, conocemos “el final de la película”, pero ninguno de los que estaba ahí hace 210 años podía saber, realmente, qué iba a suceder.

Mi intención no es homologar la importancia de la primera junta con la votación por una nueva constitución, el 18 de septiembre con el 25 de octubre. Sí me parece relevante comenzar a promover el ejercicio de la lectura de la historia a partir del presente, entendiendo los problemas y dudas de los hombres del pasado frente a su destino, los que pese a ubicarse en otro tiempo muy lejano, no son tan distintos a la sensación de incertidumbre que sentimos dos siglos después. Solo de esta forma podremos dar un sentido y valor a un relato que es, finalmente, parte esencial de nuestra historia.

Publicada en El Mercurio de Valparaíso.

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