La Ilustración española

8 de Noviembre 2017 Columnas

La explicación canónica sobre por qué las colonias se independizaron de España propone una visión muy negativa del régimen borbón, acusándolo no sólo de despotismo sino de mantener en la “oscuridad” a los criollos americanos. Es cierto que la “leyenda negra” sobre el imperio español surgió durante los años primigenios de la conquista. Sin embargo, no fue sino hasta la segunda mitad del siglo XIX que ella se consolidó como el eje interpretativo del vínculo entre la metrópolis y el Nuevo Mundo. Lo anterior ocurrió a lo largo de todo el continente, con historiadores como Diego Barros Arana o Bartolomé Mitre insistiendo que la revolución de 1810 tuvo desde sus inicios un cariz “emancipador” y “nacional”.

Esta visión “progresista” (o whig) de la historia de los Estados americanos fue cuestionada por las corrientes hispanistas de mediados del siglo XX, aunque también por intelectuales menos conservadores. Historiadores como Brian Hamnett han destacado últimamente que para 1808, fecha en la que se suele poner el punto de partida de las revoluciones hispánicas, la relación imperio/colonias era mucho más horizontal de lo sostenido por los historiadores decimonónicos. No sólo eso. De acuerdo con Hamnett y otros autores, en la segunda mitad del siglo XVIII se desarrolló un dinámico movimiento ilustrado en ambos lados del Atlántico, como lo demuestran las academias científicas creadas por Carlos III y Carlos IV.

Así, hoy en día el análisis sobre las independencias se concentra más en las oportunidades brindadas a los criollos por la propia Ilustración española, que en el supuesto despotismo de los políticos peninsulares. Dicho movimiento — que podríamos asimilar a otras Ilustraciones, como la escocesa o la napolitana— fue reformista antes que revolucionario en el sentido que buscó mejorar desde adentro la administración del imperio. Algo parecido, en efecto, de lo que pretendieron los primeros autonomistas de la década de 1810. Manuel de Salas, por nombrar un ejemplo, fue un reformista entrenado y curtido en las estructuras imperiales, y su separatismo se incubó sólo una vez que la metrópolis falló en comprender que el mejor antídoto ante el radicalismo era conceder mayores grados de autonomía a sus vasallos americanos.

No debe extrañar, en consecuencia, que las nuevas repúblicas se hayan construido sobre la base de lo aprendido durante el régimen colonial. Prueba de esto es que el Código Civil de Andrés Bello contiene mucho del sistema legal español, o que las intendencias actuales son herederas directas de las intendencias borbónicas. Al parecer, ninguna revolución, por violenta que ella sea, puede escapar al viejo adagio propuesto por Alexis de Tocqueville en cuanto a que los cambios abruptos, para ser efectivos, sólo pueden concretarse en un contexto al menos implícito de continuidad con el pasado.

Publicado en La Segunda.

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