La Convención y los presos del estallido

7 de Julio 2021 Columnas

¿Puede la Convención Constitucional tomar decisiones respecto a los presos del estallido? ¿Puede emitir declaraciones respecto al tema? ¿Cómo deben abordar la Convención y el Congreso un problema que parece ser judicial?

La decisión de la mesa directiva de la Convención Constitucional de discutir el tema del tratamiento de los presos del estallido ha generado controversias. Los constituyentes de Chile Vamos y otros actores políticos del sector expresaron reparos. Juzgar responsabilidades penales sería competencia de los tribunales y del Ministerio Público y habría autoritarismo en inmiscuirse en las labores de estos poderes.

Hay dos preguntas distintas que se mezclan aquí. Una primera, la más sencilla, es de derecho: ¿tiene competencia la Convención para resolver el tema? Una segunda interrogante, mucho más difícil, dice relación con el mejor modo de abordar el asunto en abstracto y en el caso específico de la Convención.

Comencemos por lo sencillo. La Convención Constitucional no tiene competencias para tomar decisiones directas sobre el tratamiento de los condenados y sometidos a proceso por el estallido, salvo como parte de un nuevo texto constitucional. Esto, por la sencilla razón de que la única competencia jurídicamente reconocida es para dictar un nuevo texto constitucional. Tratar el problema por esta vía sería lento y riesgoso. Como el tratamiento directo por la Convención tendría que esperar a que ella apruebe un nuevo texto constitucional, eso probablemente no tendría lugar antes de 9 meses, a lo menos. Y ese texto estará sujeto a ratificación en un plebiscito nacional con voto obligatorio. Es probable que la inclusión del problema de los presos del estallido genere más rechazo de lo que una nueva Constitución necesita generar, poniendo en riesgo su aprobación.

Esto significa que, fuera del camino largo y contraproducente de la inclusión como parte del texto de una nueva Constitución, la Convención no puede tomar decisiones que tengan efectos jurídicos para amnistiar o indultar a quienes tengan penas o procesos en curso.

La ausencia de competencia jurídica para decidir sobre el asunto solo implica que todo acto que la Convención realice sobre el tema solamente va a ser una declaración o llamado con efectos políticos. Y ese llamado solo tendrá el peso y los efectos que le otorgue la propia legitimidad política de la Convención. Si la Convención cuenta con alta aceptación, el costo de desatender el llamado lo pagarían quienes son interpelados, en lo esencial el Congreso, el Senado y el Ejecutivo. Si la Convención pasa a tener una baja legitimidad política, el llamado probablemente no tendrá más efectos que reproducir el conflicto.

¿Puede la Convención hacer este llamado? Esta pregunta debe ser juzgada en su conveniencia para la misión de la Convención, a saber, ayudar a recomponer la institucionalidad nacional a partir de un proceso constituyente. Realizar el llamado puede erosionar su legitimidad si se ve como un acto instrumental de un sector.

El tema de los presos del estallido tiene, por cierto, mucha relevancia para ciertos sectores, pero genera desconfianza en una parte importante de la ciudadanía. El tratamiento unilateral es, en ese sentido, potencialmente contraproducente para su propia legitimidad. Un tratamiento unilateral puede generar también una tentación de que la Convención emita constantemente declaraciones sobre temas políticos contingentes – ayudas estatales actuales, control de la pandemia, etc.–. Ello podría llevarla a una espiral de deslegitimación y confrontación política que es innecesaria y riesgosa.

La tentación del tratamiento unilateral no es el único problema que debe enfrentar la Convención. Enfrentada a esa tentación, la tentación contraria de no tratar el problema también es riesgosa. Una parte relevante de los convencionales se identifica con sectores para los que el tema es primordial –la Lista del Pueblo–, pero no solo ella. No tratar el problema es un riesgo de convivencia interna que probablemente tiene reflejo, también, a nivel social. En esto, y en el vínculo originario que existe entre estallido y Convención, el tema de los presos del estallido es únicamente importante para su éxito.

Esto conduce al tercer punto: ¿es conveniente –y en qué términos debe tener lugar– que la Convención genere una declaración? El punto aquí no es jurídico –el acto en cuestión no tiene ningún efecto en el derecho–. Se trata de una pregunta de conveniencia política respecto a la cual no hay respuestas tan claras. Mi opinión, sin embargo, es que la Convención se encuentra en una posición en que tematizar el problema es relevante para su propia armonía y que se halla, al mismo tiempo, en un pie potencialmente inmejorable para empezar a cerrar las heridas del estallido social.

Dos son, creo, los desafíos que debe enfrentar dicha instancia para que tal llamado tenga ese efecto sanador y legitimador. En primer lugar, el contenido de las soluciones propuestas en su llamado no debe ser unilateral, sino ecuánime y buscando efectivamente sanar heridas, marcar límites de lo aceptable, antes que obtener reconocimientos unilaterales de un sector. En segundo lugar, la narrativa y la forma con que la Convención ha de acompañar ese llamado deben ser consistentes con la orientación ecuánime.

Respecto del contenido de la solución propuesta, dos los mecanismos en que conflictos de esta magnitud pueden ser tratados para sanar heridas: amnistía y reparaciones.

La primera forma de solución requiere la colaboración inicial del Senado, por lo que la petición debe ir dirigida a esa institución. La segunda requiere el patrocinio del Ejecutivo. Ambas deben ser abordadas de modo ecuánime, buscando no dejar a ninguna parte afectada fuera, salvo por criterios mínimos de justicia.

En materia de amnistía, la gran mayoría de los implicados son manifestantes. No todos los cargos que los afectan son igualmente justos, porque la aplicación de la Ley de Seguridad Interior genera diferencias, y no todos los delitos son igualmente graves. La línea de demarcación aquí debe estar en el tipo de delitos: delitos contra bienes, sí, podemos aceptarlos excepcionalmente para sanar heridas. Delitos dolosos contra la integridad física o la vida de personas, no. La Convención y posteriormente el Senado deben discutir sobre los casos más difíciles, como los delitos de incendio en inmuebles.

En el caso de Carabineros, ellos también enfrentan cargos que no son siempre igualmente graves. Vejaciones (tocaciones, abusos), no, no pueden ser aceptadas nunca por ningún sector político. Delitos dolosos contra la integridad de una persona, tampoco. En ambos casos pueden ser vistos fácilmente, por todos los implicados, como vulneraciones de derechos humanos. Pero una comunidad política que mira al futuro puede entender que funcionarios policiales no sean castigados por delitos imprudentes perpetrados en condiciones de extrema tensión. Podemos, por cierto, discutir en qué condiciones lo aceptamos. Probablemente, en los casos imprudentes, no sea la misma situación de quienes se encuentran en rangos inferiores y quienes se hallan en rangos superiores y ordenaron usar perdigones en situaciones altamente riesgosas.

En materia de reparaciones, el sistema político debiera estudiar un sistema de reparación de quienes han resultado mutilados, la gran tragedia del estallido social. Pero el estallido también significó destrucción y afectación de los medios de subsistencia de personas que tenían sus locales en varias comunas de Santiago y de regiones. Si se amnistían los delitos vinculados a esos daños, un mínimo reconocimiento a sus derechos implicaría incluirlos en potenciales reparaciones. Las grandes empresas pueden absorber esas pérdidas y, probablemente, no tiene sentido beneficiarlas con reparaciones. Pero los dueños de pequeños locales no.

El último desafío consiste en conciliar una narrativa que acompañe a la solicitud política, y que esa solicitud política tenga la forma que más se concilie con ese espíritu. Aquí de nuevo lo que debiera primar es el sentido de justicia y la orientación a la reparación. Hay al menos tres narrativas que han acompañado estos procesos.

La primera, probablemente la más repetida, es la menos conveniente: justificar la generación de estos mecanismos en persecuciones políticas. La narrativa es poco conveniente porque es poco creíble: no hay evidencia y es improbable que exista algo así como una gran conspiración centrada en dos poderes autónomos como el Ministerio Público y los Tribunales de Justicia. Esta narrativa además genera una tendencia innecesaria a la confrontación con otros poderes por parte de la Convención. Y esa colaboración es condición de éxito del llamado a trabajar el estallido.

La segunda narrativa busca resignificar los actos que siguieron al 18 de octubre de 2019. A diferencia de la primera, ella reconoce que es probable que buena parte de los actos juzgados hayan sido delitos en circunstancias normales. Pero se centra en mostrar que esos actos permitieron poner de relieve enormes injusticias y desencadenar un proceso de cambio que actualmente se concentra en la propia Convención. Aunque esta narrativa no tiene los mismos problemas de la primera, es probable que por sí misma genere antagonismo. Pragmáticamente, ella tiene menos poder de convocar a todos que la tercera. Necesita al menos ser complementada por la tercera.

La tercera narrativa se centra en procesos de sanación y reparación. El estallido social fue un proceso único de tensión social que comprometió a múltiples sectores de la sociedad y del mundo político. Las heridas de ese momento se mantienen y reproducen, a pesar de que el conflicto haya decaído parcialmente. Sanar implica poder comprender las circunstancias de perpetración de actos delictivos masivos menos graves y trazar límites respecto a lo que es comprensible.

La forma de la declaración es igualmente relevante para estos efectos. En la prensa se ha discutido la cuestión jurídica de qué quórum debe adoptar una decisión. Pero el problema es político, no jurídico. No hay dudas, por ejemplo, de que la mayoría de los convencionales pueden suscribir una carta que contenga esta declaración y ello contaría al menos como carta emitida por ese grupo. Si ella representa jurídicamente además a la Convención, es menos relevante que la forma en que va a ser leída: como representativa de ese sector político. Una declaración firmada, en cambio, por dos tercios, seguramente tendría efectos políticos más extensos.

Una última cuestión se vería favorecida por una solución amplia de esta clase. Una labor seria de reparación requiere colaboración de todos los organismos involucrados, incluyendo al Ministerio Público y al Poder Judicial, pero también al Ejecutivo. Hasta ahora, sabemos poco de los números de los posibles beneficiados. El trabajo serio requiere conformar un equipo de trabajo para dimensionar la extensión de todas las posibles acciones. Ese trabajo no puede ser realizado por la Convención, pero puede ser impulsado por ella. Un llamado amplio de la Convención Constitucional puede contribuir a que todos los poderes del Estado colaboren en ese sentido.

La solución política al problema no se encuentra en manos de la Convención, al menos no autónomamente. Ella no tiene competencias para solucionarlo. De hecho, si los otros poderes asumieran solos esa labor, podrían acompañar el trabajo de relegitimación institucional de un modo que genere menos riesgos para la Convención. Pero si ese no es el caso, la instancia constituyente puede mantener e incrementar su legitimidad si contribuye a permitir superar las heridas del estallido social. Su misión solo puede ser proponer las bases de acuerdos ecuánimes fundados en narrativas creíbles y conciliadoras. Eso requiere humildad de parte de todos los convencionales si deciden tomar el camino de realizar una declaración. Pero, ante todo, apertura a realizarlo como parte de un proceso exitoso de legitimación.

Publicado en El Mostrador

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