La ciencia como argumento político

26 de Abril 2018 Columnas

Cinco veces repitió Sebastián Piñera el concepto de evidencia científica al articular la posición de su gobierno en materia de identidad de género. Para que no quepa duda respecto del soporte epistémico del proyecto. Para que su propuesta no se confundiera con una “ideología”, como usualmente argumentan sus opositores. No es una señal menor viniendo de un presidente que invoca regularmente a Dios y en algunas materias descansa en el pensamiento mágico (“Sólo Él tiene el poder para dar la vida y quitarla”).

Lo interesante es que los detractores de la controvertida LIG también dicen tener a la ciencia de su lado. Una defensora del llamado Bus de la Libertad que recorrió las calles de Santiago distinguía entre ideología como “pensamiento humano”, por una parte, y “algo que sea empírico, real, biológicamente comprobable”, por la otra. La diferencia central radica en que lo primero es un constructo cultural -y como tal puede cambiar por la vía de la convención social- y lo segundo no depende de nuestra voluntad -pues está inscrito en el hardware de la especie-. De ahí la vilipendiada cuña de Ezzati: las cosas no dejan de ser lo que son porque las llamemos de otra manera. De ahí también la respuesta que dio un escudero de José Antonio Kast cuando le preguntaron por Daniela Vega: “Es un hombre, háganle un examen de ADN”. Es probable que varios en el campo conservador estén equivocados respecto de lo que señala la ciencia sobre disforias de género. Pero ese no es el punto de esta columna. Lo que quiero poner de relieve es que incluso los movimientos de inspiración religiosa entienden que no es lo mismo argumentar desde la fe que desde la ciencia. En resumen, todos los sectores invocan la evidencia científica como si la ciencia fuera un tribunal de máxima instancia para adjudicar controversias políticas.

El posmodernismo no ha logrado derribar a la ciencia de su sitial de prestigio epistémico en la discusión pública. La filósofa Mary Midgley advierte que “científico” continúa siendo un adjetivo honorífico. Tal como lo expresa el crítico cultural George Levine, “demuestre que una idea es científica, vista a un actor como médico en un anuncio televisivo y sus afirmaciones ya tienen peso”. Una amiga que vive en California me cuenta que visita una clínica de medicina oriental alternativa, pero que le tranquiliza que el facultativo tratante se vista a la usanza de los doctores occidentales. Ya lo decía Michelle Bachelet: el delantal blanco es grito y plata. Otra filósofa de la ciencia, Susan Haack, concluye que “científico” se ha convertido en un término multiuso que implica que algo es confiable y bueno. No es de extrañar, agrega, que los psicólogos, sociólogos y economistas sean tan celosos al insistir en su derecho al título. El más influyente pensador liberal del siglo XX incluyó los indisputables métodos y conclusiones de la ciencia dentro de su conceptualización de razón pública. A diferencia de lo que ocurre con los argumentos religiosos, sugería Rawls, ofrecer argumentos que reflejan el consenso científico es una manera de tratar a los conciudadanos en forma respetuosa. En síntesis, en las democracias liberales, se presume que la ciencia es un generador de conocimiento universal y accesible -al menos en teoría- a todos los ciudadanos sin importar sus particularidades culturales.

Sin embargo, el peso que asignamos a los argumentos científicos puede tentarnos a creer que los debates políticos se resuelven identificando de qué lado está la ciencia. Es una tentación peligrosa, advertía Hannah Arendt: los hechos objetivos, los datos empíricos y las leyes de la ciencia son despóticos y coercitivos en la medida que se imponen a contrapelo de la deliberación democrática. Las opiniones subjetivas siempre pueden ser discutidas, rechazadas o incluso transigidas. Pero las verdades científicas poseen una obstinación exasperante que, si no queremos aceptarlas, solo nos dejan espacio a la negación o la mentira. La ciencia y la política viven en tensión porque la primera exige perentoriamente ser reconocida y eso precluye el debate, advertía Arendt, y el debate es la esencia misma de la política.

Sin duda es positivo que nuestra legislación y políticas públicas cuenten con evidencia que valide su conveniencia. Hay que celebrar que Piñera piense en la ciencia y no en su amigo imaginario a la hora de articular la posición del gobierno. Sin embargo, hay que tener cuidado de introducir argumentos científicos como si estos tuvieran la capacidad autosuficiente de determinar el resultado de debates políticos cuya esencia es normativa. La ciencia es un insumo. Es un insumo especialmente respetable, pero un insumo a fin de cuentas. Las decisiones políticas se toman considerando todos los insumos disponibles.

En ese sentido, la metodología de Piñera es la correcta: al incluir el criterio de los padres en los casos de adolescentes transgénero entiende que el veredicto de la ciencia no es la única variable sobre la mesa. Lo mismo ocurre, por ejemplo, respecto de las recomendaciones que hacen los expertos para mitigar los efectos del cambio climático: una cosa es aceptar los insumos de la ciencia -que el cambio climático es real y que es principalmente causado por la especie humana- y otra cosa es pretender que los meteorólogos dicten la política pública. La ciencia bien puede constituir una epistemología pública, pero la última palabra la tiene la deliberación democrática.

Publicada en Revista Capital.

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